lunes, 31 de agosto de 2015

Después del movimiento estudiantil



En la página de RedSeca, revista de debate y análisis político, Ángel Martín, Nicolás Berho y Alfonso Pizarro, han realizado un aporte a la comprensión de la “estructura de clases” del movimiento estudiantil.1 Me parece importante responder, o al menos intentar una aproximación, a las cuestiones que ahí se plantean, ya que constituyen temáticas de alto interés para el debate acerca del “nuevo sujeto” de las transformaciones sociales en Chile y sobretodo, del carácter de los distintos procesos de movilización que dan a luz el (efecto de) “sujeto” que habría de “protagonizar” algo; el proceso revolucionario, la transición, la ruptura democrática, etc. De antemano, quiero dejar en claro que mi posición respecto a la problemática del sujeto en Chile, es que, contrariamente a lo que plantean algunas voces (véase: Roberto Vargas en De la convergencia política a la convergencia de las izquierdas en Chile),2 lejos de plantearnos la discusión acerca de la naturaleza del “sujeto”, o de la “asociatividad movilizada y contingente” de los distintos “actores” – teoría que bien podría filtrear con un pluralismo cuasi-foucaultiano de la multiplicidad de las resistencias – en el marco de una discusión metafísica (sujeto a priori versus sujeto a posteriori), lo que se necesita es plantear cuáles son: (1) las condiciones, (2) las medidas concretas, (3) las estrategias concretas de eso que llamamos “unidad”. Si hay algo así como un “sujeto” sólo puede ser el efecto de prácticas políticas estratégicas concretas, de rupturas específicas que generan unidad, y no de una discusión acerca del estatuto del “sujeto” que modificará la “totalidad-social” chilena. En esto soy fiel a una tradición “pragmatista-crítica” que se ha desarrollado al interior del comunismo chileno, y particularmente de la práctica política del leninismo en el PC chileno, en el marco de una teoría no-expresada, “sintomática”, de la situación política y de la estrategia política en general.3

Para partir, y no perdernos en cuestiones estériles, es necesario valorar los esfuerzos por develar el estatuto de clase, el carácter de clase del movimiento estudiantil chileno, aunque sea bajo el rótulo de la estructura de clases. Y aquí entramos de lleno a las críticas que creo es necesario hacer a este pequeño documento.

1.- Me parece evidente que al plantear la cuestión en términos de “estructura” de clases se pierde de vista la discusión acerca del “carácter” de clase de un movimiento. Puede parecer una cuestión de orden semántico, pero, por poner un ejemplo, el movimiento “Solidaridad” que en Polonia contribuyó a la derrota del socialismo real (quizás como ningún otro en Europa; articuló, de hecho, una fórmula situacional y estratégica, un modo específico de aprovechar la coyuntura de crisis del socialismo mundial), tenía de hecho una “estructura” y una “composición” de clases altamente obrera. Sin embargo, su carácter de clase no era, con mucho, obrero; porque no respondía a los intereses de la clase obrera, sino de una clase mundial-trasnacional, afincada en los centros de poder imperiales opuestos al socialismo mundial, haya tenido la fisionomía burocrática que sea este último. La estructura de clases de un movimiento, entonces, nos dice algo de él; pero algo más o menos empírico, y por tanto, no da cuenta del carácter político de ese movimiento. Por el contrario, me parece que deducir el carácter de clase de un movimiento de su estructura de clases, puede parecer una deuda demasiado grande con cierta ortodoxia marxista esencialista y vulgar, difundida sobretodo en los países del orbe soviético, y que hacía concidir en el mismo nivel el carácter de clase y la estructura de clase en un movimiento como coinciden en la vieja metafísica tradicional los conceptos de existencia y esencia. No estoy diciendo que los autores lo hagan; pero ya que pretenden partir por ahí, eso supone un riesgo. Por el contrario, si se hubiesen propuesto “aclarar la fisionomía actual de las clases en Chile”, como ellos declaran, la contribución hubiese sido mayor. Pero, de hecho, para aclarar la fisionomía de las clases, hace falta mucho más que una batería de datos cuantitativos de índole socioeconómica; toda la tradición marxista (incluida la analítica, de la que uno de los autores parece formar parte) indica que el concepto de clase está lejos de poder ser reducido a una cuestión socioeconómica o, mucho más; a una cuestión de índole “productivo”, como si bastara con ubicar a los sujetos-portadores (Träger) en determinada esfera o lugar de producción de capital.

2.- Lo que, de hecho, me parece insuficiente en este texto, es que no aclara en nada cuál es el concepto de clase con el que está trabajando. Lo que a veces, hace caer a los autores en una suerte de concepto de clase social economicista. Para entender el concepto de clase tendríamos que habérnosla con cuestiones mucho más complejas que el lugar que ocupa un determinado sujeto-portador en la estructura productiva. Está claro que, de hecho, un funcionario público que percibe un súper-salario es un “trabajador” y ocupa un lugar en la cadena productiva que no lo pone en posición de subordinación frente al dueño de los medios de producción. Las preguntas, ¿recibe extracción de plusvalía este trabajador?, ¿constituye una clase a parte, burocrática por ejemplo o es un obrero, o es un burgués?, etc. Todas estas preguntas se insertan en una problemática mayor, que es la del “estatuto” o, para usar un término de nuestros autores, la “estructura” del proletariado mundial. Lamentablemente, se ha sobrevalorado la influencia de la transformación de las fuerzas productivas y la predominancia contemporánea del trabajo manual, en vez de fijarse en el fenómeno de la clase social en relación a las estructuras de reproducción en el capitalismo contemporáneo (“tardío” si se quiere). La teoría del tránsito del obrero-masa al obrero-social en Toni Negri, por ejemplo, si bien enfatiza algunos factores importantes (por ejemplo la importancia de la cooperación en la dialéctica productiva del capital), no clarifica el concepto mismo de proletariado o clase obrera, sino que establece una nueva teoría de la subjetividad, al margen de los problemas de (1) la reproducción, (2) las relaciones de producción, (3) el carácter político del concepto de clase y su no-remisión a la pureza de las cuestiones económicas y finalmente (4) las dinámicas de extracción de plusvalía y la emergencia de un “proletariado de realización” en los países del tercer mundo.

3.- Lamento tener que integrar en mi aporte crítico a la visión de los autores una serie de cuestiones de índole teórico, pero no se puede hacer de otra forma, toda vez que una serie de “lugares comunes” se entremezclan con la exposición de este tipo de cuestiones, cada vez que alguien sale a la palestra. El “nudo gordiano” de esta discusión reposa sobre un tema teórico, de hecho; la pregunta por qué significa, específicamente, y en el contexto de la teoría del capitalismo que se inspira en la tradición marxista, una clase social. Como se sabe, el libro III de El Capital quedó inconcluso, y uno de los temas que deja pendiente es la teoría de las clases sociales. Parece que, por el tenor de las últimas páginas del libro III del texto marxiano, se trataba de una cuestión en primer lugar relacional, puesto que tenía que ver con el tipo de relación entre los productores y quienes se apropian del plus-producto, y en segundo lugar política. Alejandro Saavedra (2007) siguiendo a Poulantzas en muchos puntos, señala consecuentemente que las clases sociales “son sistemas de relaciones sociales instituidos que se imponen y aparecen como externos a los individuos” y que “el Estado es una parte de la estructura de clases y no separado o ubicado a otro nivel que estas”. Igualmente, Althusser había señalado a principios de los 70' la primacía de las relaciones sobre la producción o lo ya-producido (las fuerzas productivas/medios de producción, o si se quiere; la serie de datos empíricos con los que trabaja la economía) y, además, la imposibilidad de escindir el concepto mismo de clase del concepto-matriz, por así decirlo, de lucha de clases. No hay clases fuera de la lucha y fuera de la serie de relaciones que instituyen las clases. Las clases sociales pueden calificarse, de este modo, y aproximativamente, como prácticas de clase, prácticas que participan de lo que taxativamente se conoce como “infraestructura” (la serie de prácticas referidas al proceso de acumulación y reproducción del capital) y la superestructura (la serie de prácticas fundamentalmente políticas e ideológicas referidas a la reproducción de este proceso de producción capitalista “económico”). O sea; no se puede, simplemente, definir una clase por su lugar en la cadena de producción.

4.- Ejemplos teóricos en la obra misma de Marx para esta cuestión, nos sobran. No sólo en El Capital, sino también el tratamiento que hace del concepto de proletariado en obras referidas a situaciones históricas, como La guerra civil en Francia. El proletariado ahí no es, de ninguna manera, la masa de obreros-masa (para usar el término de Negri) que son subordinados laboralmente a los dueños de las fábricas. En El 18 brumario de Luis Bonaparte, de hecho, Marx define que:

En la medida en que millones de familias viven bajo condiciones económicas de existencia que las distinguen por su modo de vivir, por sus intereses y por su cultura de otras clases y las oponen a éstas de un modo hostil, aquéllos forman una clase”4

Es decir, de ninguna maneras se trataría de algo así como una posición en la estructura económico-productiva, sino de un fenómeno vinculado al menos a “las condiciones económicas de existencia”, el “modo de vivir”, los “intereses”, la “cultura” (sic), y sobretodo (para nosotros) la oposición a otras clases de un modo hostil. No hay que ser demasiado literal. Sabemos que en otros textos Marx incluye también distinciones del tipo clase-en-sí/clase-para-sí que, en este punto de nuestro análisis, no constituyen ninguna contribución sustantiva. Lo interesante es que es la lucha de clases, los intereses y la vida “en común” en “el mundo” (discúlpennos las resonancias heideggerianas del concepto) las que distinguen y hacen a las clases. Finalmente, hacia el libro II de El Capital Marx distingue las formas de trabajo “no productivas” (en el sentido específico de la producción de plusvalía) que involucra el proceso capitalista de producción y que, sin embargo, configuran una parte del proletariado, en sentido estricto. ¿Vamos a pasar por alto todas estas cuestiones? Alguien podría decir que, de hecho, Marx analiza un tipo de sociedad bien restringido; la sociedad capitalista inglesa del siglo XIX. De hecho, esto no es así; al punto que Marx siempre consideró que los conceptos con los que analiza el capitalismo no son deducibles de alguna observación empírica directa, a menos que se trate de un apoyo.

5.- De este modo, quisiera decir algunas cuestiones sobre lo que tangencialmente significa el análisis de Martín, Berho y Pizarro. En primer lugar, que el movimiento estudiantil tendría una “estructura” de clases eminentemente obrera, o proletaria. “La creciente demanda por certificaciones” sería parte de un nuevo proceso de “calificación de fuerza de trabajo” en que las universidades juegan un rol subsidiario y por tanto, subsumido respecto a la reproducción del capital. “Salvo contadas excepciones, señalan los autores, las franjas estudiantiles exhiben los rasgos sociales de la clase trabajadora que se inserta en las nuevas modalidades de acumulación del capital”. Estoy de acuerdo con esto, en general. La universidad, como ha señalado Willy Thayer – por ejemplo, en su análisis sobre la condición no-moderna de la universidad, está convertida cada vez más en un nodo de reproducción del capitalismo pero, ¿hace cuánto es así?, ¿no hablaba Althusser de “aparatos ideológicos” de reproducción del capitalismo, a fines de los 60'? Además, ¿qué es lo nuevo en las modalidades de acumulación del capital contemporáneas?, ¿no ha mostrado Harvey que la novedad en el capitalismo ha sido el período desarrollista, una especie de “epokhé” de la lógica de acumulación anárquica, trágicamente terminada por la restauración conservadora de la desposesión neoliberal? Justamente, el neoliberalismo corresponde al capitalismo en su modo más “puro” de funcionamiento, y por tanto las “nuevas modalidades” corresponderían a cambios en la estructura de las fuerzas productivas que, a mi parecer, siguen siendo susceptibles al análisis marxiano. Lo raro, lo verdaderamente raro es que hubiera un capitalismo de garantías y derechos sociales, como en el desarrollismo: que el capitalismo sea expoliador, y que transforme los nichos des-mercantilizados en nuevos mercados para la voracidad de la acumulación, no es, en rigor nada nuevo.

6.- El movimiento estudiantil no es una cosa homogénea, y no corresponde confundirlo con la “masa estudiantil” chilena, adosada a la clase trabajadora. Me concentraré en sostener esta hipótesis en lo que queda. En primer lugar, es un “movimiento” del que vastos sectores de la población estudiantil se encuentran excluidos, por no hablar de los que no trabajan ni estudian, o de los que trabajan, pero no estudian (“por no poder” como diría Zitarroza). Desbrozando datos, en nuestro país un 20% de los jóvenes no estudian ni trabajan (forman parte del “ejército de reserva”, y engrosan las filas del lumpenproletariat, también son conocidos como “jóvenes nini”). Al 2012, más de la mitad de los estudiantes chilenos alternaba sus estudios con el trabajo precario; lo que también es otro dato interesante. Otro porcentaje lo alterna con formas de trabajo independiente. Según encuestas de agencias de empleo virtuales, más de un 60% de los jóvenes chilenos que estudian lo hacen alternando sus labores académicas con el trabajo, principalmente precario en el sector comercio. De los jóvenes que estudian, sólo un 15% lo hace en universidades del consejo de rectores, y 63% lo hace en CFT-IP's. Del total de jóvenes que estudian, un 45% lo hace en instituciones no acreditadas, y un 22% en universidades privadas. Como vemos, el componente “universitario” de la calificación de la fuerza de trabajo en Chile, es minoritaria. Corresponde, de hecho, a bastante menos de la mitad de los estudiantes, y de ese sector, la gran mayoría realiza sus estudios en instituciones desreguladas, de mala calidad y no acreditadas, y al mismo tiempo, trabajando. Cambiar esta realidad es fundamental, esto es a todas luces obvio. Sin embargo, aducir como un “dato de la causa” el que 7 de cada 10 estudiantes sean “primera generación”, puede ser visto como la alusión directa a una suerte de obviedad: la gran mayoría de los estudiantes chilenos son pobres, pertenecen “relativamente” a la clase trabajadora y “estructuralmente”, también. Pero... ¿conforman el “movimiento estudiantil” estos estudiantes precarios, que estudian y trabajan y que si estudian, lo hacen en instituciones no-universitarias y no-acreditadas?

7.- De hecho, con una cuestión como esta tiene que ver la “estructura de clases” del movimiento estudiantil y no con la trampa de “hacernos pasar gato por liebre” aduciendo un par de datos sobre la composición de la masa estudiantil chilena, para deducir de ahí la existencia de un movimiento estudiantil de clase. En efecto, sólo en la medida en que asumamos que, por su carácter y su composición, el movimiento estudiantil – a diferencia de la totalidad de los estudiantes, que configuran un sector importante de la clase obrera joven, aunque claro, no toda – no es proletario y no es de clase, vamos a salir de la bancarrota en que nos encontramos como “estudiantes”, en mi caso de post-grado. El movimiento estudiantil es, por su carácter gremial y sectorial, y por la “estructura de clases” de su vanguardia-organizada (los estudiantes del CRUCh y algunas universidades privadas que han adquirido “prestigio”), un típico movimiento pequeño-burgués que lucha por algunas demandas particulares y, a lo sumo, por una transformación radical de los procesos de calificación de la fuerza de trabajo, en algunos casos, y por la mejora en las condiciones de ascenso social para la pequeñoburguesía, en otros. Por ello, me parece que (1) hay que entender el problema insoslayable del “viraje” de la izquierda, incluída la extra-PC, fundamentalmente estudiantil-pequeñoburguesa y que se encuentra aislada de la mayoría de los “estudiantes” que van al matadero de la calificación técnico-profesional, viraje que sólo puede ser realizado mirando hacia sectores con potencialidad de cambio, (2) que esa izquierda, si sigue anclada al movimiento estudiantil como su “tierra primaria”, si ese sigue siendo el nomos que la define, probablemente está condenada al fracaso, finalmente (3) es obvio que las tesis sobre el “derrumbe del modelo” y el supuesto cambio radical e insalvable que habría operado en el “sentido común”, en sentido gramsciano, el fenómeno 2011, literalmente, se derrumbaron. La ideología neoliberal repuso el consenso y eso supone otra coyuntura y otro modo de enfrentarla. El problema más grave es que al mirar la política desde el prisma sesgado del “movimiento estudiantil”, inevitablemente se cae en una especie de anteojera de clase, que no es precisamente de clase trabajadora, ni por su composición, ni por su “carácter”, y aquí me parece que hablamos de lo importante: a menos que hayamos dejado de ser lo que somos, los trabajadores siguen siendo el lugar detonante de la serie de rupturas que esperamos producir. Y a menos que tengamos muy poco sentido para la coyuntura, el “movimiento estudiantil” dejó hace un tiempo de ser el espacio-clave para la hilvanación de una serie de rupturas decisivas que, en los hechos, posibiliten la emergencia de un nuevo bloque anti-neoliberal con vocación (y posibilidades) de poder. Hacia dónde se desplazó ese espacio-clave, me parece un objeto de análisis digno de tener en cuenta, para los autores y para quien escribe.

1La nueva estructura de clases del nuevo movimiento estudiantil (Parte I), en http://www.redseca.cl/?p=5794
2http://www.fundacioncrea.cl/de-la-crisis-politica-la-convergencia-de-las-izquierdas-en-chile/
3Una de las pocas teorizaciones de esta práctica política, cuyo máximo representante sería Luis Corvalán, es el trabajo (1972) de Carlos Cerda, El leninismo y la victoria popular, publicado por Quimantú en pleno gobierno de la UP.
4https://www.marxists.org/espanol/m-e/1850s/brumaire/brum7.htm

jueves, 18 de junio de 2015

Apuntes sobre la Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, K. Marx



La Crítica de la filosofía del estado de Hegel es una obra capital de la producción marxiana. No solo reviste importancia como un “texto de juventud”, como un momento en el despliegue del pensamiento de Marx, sino como una revisión radical de los presupuestos del pensamiento político hegeliano, y sobretodo, de sus inconsistencias. Hegel, en sus Fundamentos de la filosofía del derecho1 (en alemán: Grundinen der Philosophie des Rechts) aplica [ver exactitud del concepto] los conceptos fundamentales de su obra, y sobretodo “el método” explicado y desarrollado en la Lógica, a la filosofía del derecho. Más generalmente, el objeto de Hegel es la filosofía política en general: lo constatamos observando la distribución temática de los distintos parágrafos del texto, que va desde el derecho abstracto, la propiedad, el contrato, la injusticia, etc., hasta la filosofía del estado propiamente tal. Esta sección cierra la obra hegeliana, y se encuentra en el marco de lo que Hegel denomina “eticidad” (Sittilichkeit) que, como siempre, es el tercer momento de un despliegue dialéctico, que incluye el derecho universal (universal abstracto), la moralidad (particularidad) y la mencionada eticidad (universal concreto). Asimismo, la eticidad incluye otros tres momentos (subdivididos a su vez): la familia, la sociedad civil y finalmente el propio estado. Que el estado sea la coronación de la filosofía del derecho no es accidental: para Hegel, tiene que ver con el despliegue mismo del espíritu. El estado es la auto-reconciliación del espíritu y la actualidad o realidad (Wirlichkeit) de la idea ética, “el espíritu ético como voluntad sustancial revelada”, el “producto” de la actividad del propio espíritu ético, y la realización perfecta de la libertad. Es en torno a esta concepción particular del Estado que Marx se rebela, todavía en el marco de su adscripción a los conceptos fundamentales de la filosofía hegeliana, pero evidenciando las tensiones e inconsistencias que encierra. Más allá del debate sobre si la filosofía de Hegel, específicamente la filosofía del estado, es efectivamente tal como Marx la entiende, en este texto Hegel es un “pretexto” para la introducción de varios problemas en relación al poder y el estado, que pasamos a exponer aquí.

1.- La mistificación hegeliana: la inversión del predicado en sujeto y el desplazamiento al interior de los conceptos hegelianos

Marx descubre en la filosofía del estado de Hegel una “mistificación” de las relaciones sociales existentes, y una forma idealista de imponer los conceptos fundamentales de la lógica al entramado complejo de estructuras y formas sociales que componen el campo de lo estatal. En las primeras páginas del texto, en que Marx analiza particularmente los parágrafos 261 y subsiguientes, establece una mirada crítica respecto a lo que serían las “antonomias no resueltas” del pensamiento de Hegel y “el misticismo lógico” que le sería propio. Este misticismo lógico se muestra con mayor claridad en la forma en que Hegel concibe las relaciones entre los distintos momentos del Estado (familia y sociedad civil). “El Estado político – dice Marx, no puede existir sin la base natural de la familia y sin la base artificial de la sociedad civil; son para él una condittio sine qua non, pero la condición es formulada como siendo lo condicionada, lo determinante como siendo lo determinado, lo productor como siendo el producto de su producto”2. Para Marx, Hegel ha establecido un doble movimiento (1) concibiendo lo creado como creador, es decir, la forma-Estado como autodesplegándose o dividiéndose ella misma en familia/sociedad civil, y (2) identificando – acorde a lo anterior, la idea lógica y su despliegue con el despliegue del propio estado, y su división en los momentos mencionados. ¿Qué quiere decir Marx cuando especifica que Hegel presenta “lo productor como siendo el producto de su producto”? Que Hegel ha mistificado los elementos que componen el Estado, el entramado familia-sociedad civil, haciéndolos aparecer como parte del despliegue de la idea, idea cuya coronación sería el mismo estado. “Hegel transforma siempre a la idea en sujeto y hace del sujeto real propiamente dicho (…) el predicado. Pero el desarrollo se efectúa siempre del lado del predicado”.

Como vemos, Marx no ha retrocidedido respecto a los conceptos que utiliza Hegel. Sigue comprometido con ellos: idea, sujeto real, sujeto/predicado. Lo que ha hecho, en efecto, es efectuar un desplazamiento al interior de ese mismo entramado conceptual, avanzando en la famosa “inversión” de la filosofía hegeliana y la irrupción de cierto materialismo al interior del idealismo de Hegel. “El desarrollo se efectúa siempre del lado del predicado” quiere decir, justamente, que los elementos componentes del Estado (familia, sociedad civil, etc.) son el sujeto de lo estatal propiamente dicho, y no los predicados de un sujeto-idea. En todo caso, en esta crítica, ya se encuentra formulada una premisa radical del marxismo: es el desarrollo material de la sociedad el que explica, esconde “el secreto”, como se dirá más tarde3, de la forma-estado, y no viceversa. Marx, de hecho, explica que “no se trata, pues, de la idea política, sino de la idea abstracta, en el elemento político. No porque se afirme que “el organismo (del Estado, la constitución política) es la transformación de la Idea en sus diferencias, etc.”, se sabe ya algo de la idea específica de la constitución política”. En resumidas cuentas, lo que Marx señala es que: permaneciendo en la aplicación abstracta de los conceptos lógicos y de la idea hegeliana, no llegaremos a saber mucho de los momentos que describe esa propia idea. En otras palabras, es necesario efectuar un desplazamiento, ir al lugar mismo en que se producen los “acontecimientos políticos” propiamente dichos. Más adelante, de hecho, Marx critica la posibilidad de que esta filosofía se convierta en una teoría de la adecuación de lo real a los designios del propio concepto lógico: “No desenvuelve su pensamiento deacuerdo al objeto, sino que desarrolla al objeto partiendo de su pensamiento terminado en sí”, y más adelante, “La lógica no sirve para probar el Estado, sino que, por el contrario, el Estado sirve para probar la lógica”. En último lugar, cabe destacar la coincidencia del prólogo de 1844 con la crítica de 1843: no basta con que el pensamiento tienda a la realidad, la realidad misma debe tender hacia el pensamiento.

2.- La arbitrariedad en la necesidad. Crítica de la explicación hegeliana del papel del monarca

Hegel define aquí al monarca como “la personalidad del Estado, la certeza del sí”. El monarca es la “soberanía personificada, la soberanía encarnada” de la conciencia objetiva del Estado (…) Pero al mismo tiempo Hegel no sabe dar a esta “Souveranaité Personne” otro contenido que el “Yo quiero”, el momento arbitrario en la voluntad”. La “razón del Estado”, la “conciencia del estado” es una persona empírica única con exclusión de todas las demás; pero esta razón personificada no tiene otro contenido que la abstracción “Yo quiero”. L'etat c'est moi

Marx, en el marco de su crítica epistemológico-política de la filosofía del derecho de Hegel, sale al paso también a la identificación idealista entre Estado y monarca que encumbra la filosofía hegeliana a su rango de legitimación de la autoridad monárquica. Lo que llama la atención de Marx es que Hegel, un filósofo caracterizado precisamente por la capacidad de entrelazar, embridar los distintos momentos de su propia exposición, introduzca el elemento arbitrario del “Yo quiero” para explicar la soberanía, en este caso la soberanía del monarca. La soberanía, para Hegel, remite en última instancia al momento de la decisión, de la arbitrariedad “privada de fundamento” del propio monarca: “el monarca hace lo que quiere”, dice Marx en el lenguaje del “hombre corriente”. Esta operación requiere, justamente, establecer una separación entre la soberanía y el propio Estado, una oposición entre la función soberana del monarca y la función ética (en sentido hegeliano) del Estado: “si el soberano es la “real soberanía del Estado”, “el soberano” tendría que poder aparecer extrínsicamente como un “Estado independiente”, sin el pueblo”. Esta oposición, resuelta místicamente mediante la identificación entre el monarca del “Yo quiero” y el despliegue de la idea ética en la forma-Estado, para Marx, es de cierta manera una forma de negar el verdadero origen de toda soberanía, a saber, el pueblo: “¡Cómo si el pueblo no fuese el Estado real! El Estado es lo abstracto. Sólo el pueblo es lo concreto”. Sólo la condición material que constituye el pueblo, esa especie de superficie sobre la que se yergue la abstracción-Estado, es la forma concreta de la soberanía: “la cuestión consiste en saber si la soberanía, que es absoluta en el monarca, no constituye una ilusión”. Al menos retendremos de este debate, que requiere en todo caso un tratamiento más óptimo, tres cosas: (1) está claro que Marx ha descubierto aquí un vacío, un “momento de crisis” de la arquitectura teórica de la filosofía del derecho de Hegel, momento de crisis expresado radicalmente en la introducción de la arbitrariedad en medio de la necesidad de la idea. (2) Marx ha tomado partido por la soberanía del pueblo y en esto se revela un aspecto fundamentalmente democratista de su pensamiento de juventud: “Soberanía del monarca o soberanía del pueblo: he ahí el dilema”, señala. (3) Este idealismo del joven Marx ya está, por así decirlo, en un tránsito complejo hacia un pensamiento político en el que el Estado debe ser destruido, al ser él mismo expresión de las contradicciones de la sociedad burguesa. De hecho, es posible que Marx viera reflejado, ya en su juventud, ese nudo de contradicciones en la propia filosofía de Hegel.

3.- La separación estado/sociedad civil como elemento fundamental de la teoría del estado del joven Marx

Sólo la separación de las sociedades civiles y políticas expresa la verdadera relación de la sociedad moderna civil y política”

Insistiremos un poco sobre este punto: es central para Marx que en el estado moderno, el estado se encuentra “situado en el más allá”. El estado cumple, de cierta manera, con la estructura general de la alienación. El propio Marx compara la “alienación estatal” con la alienación religosa: “La constitución política fue hasta ahora la esfera religiosa, la religión de la vida popular, el cielo de su universalidad frente a la existencia terrestre de su realidad”. Al explicar el papel de la burocracia, asociada al llamado “materialismo sórdido” y denominada incluso como una suerte de “sociedad civil” en el estado, es decir, como lugar de los intereses privados-materiales en el seno de la forma estatal, Marx insiste en esta “separación” como particularidad del mundo moderno. Especifica, por otra parte, que esta separación entre sociedad civil y estado, entre el “materialismo sórdido” y la constitución política, es propiamente una suerte de reenvío o remisión de los intereses privados a la esfera de lo político-estatal. Más claramente, el estado, específicamente el estado moderno (no hay que olvidar que Marx está tratando un tema específico en un período histórico determinado, el período del estado prusiano en la Alemania de 1843), genera una burocracia en la que “el interés de estado” deviene finalidad privada frente a otras finalidades privadas. Así, el estado se encuentra opuesto a la sociedad civil no sólo por efecto de la “alienación religiosa” sino también como consecuencia de la transformación de los intereses privados en poder político y en “interés general”. De esta manera Marx concluye que la supresión de la burocracia “sólo es posible cuando el interés general viene a ser realmente interés particular (…) lo que no puede hacerse sino cuando el interés particular llega a ser realmente interés general”.

Asimismo, los cuerpos policiales y administrativos fijan un modelo de estado “contra la sociedad civil”, en un modelo de oposición que no hace más que extenderse en nuevas antinomias: poder legislativo/ poder ejecutivo, clases de la sociedad civil/ clases de la sociedad política, y especialmente “clase privada”/ “clase política”. Sobre esta última oposición Marx establece una tesis que prefigura su pensamiento posterior: la clase privada no se “transforma” en clase política, sino que como clase política adquiere su actividad y singificados políticos (p. 90). Aunque Marx explica este devenir-privado de la propia clase política en relación al problema del mayorazgo y la monarquía, esta cuestión es indicativa de otra antinomia que estaría presente de forma inconsistente o irresuelta en el pensamiento de Hegel, y que consiste en la contradicción entre ciudadanía e individualidad, entre ciudadano en la sociedad política e individualidad en la sociedad civil: “La separación de la sociedad civil y del Estado político aparece necesariamente como una separación del ciudadano político (…), de la sociedad civil, de su propia y real realidad empírica, pues en tanto que idealista del estado, es un ser distinto, diferente de su realidad” (p. 97). Esta propia contradicción o disociación del hombre en individuo y ciudadano señala de forma específica lo moderno como separación entre “vida real” y “vida del estado” (p. 144). La solución, como siempre, está por el lado de la reconciliación o el reencuentro sociedad política-sociedad civil. En todo caso, se trata de una compenetración compleja, que para Marx modificaría “el ser del sujeto”, en el proceso de participación de la sociedad civil en la sociedad política, en tanto reforma electoral y por tanto, democracia supresora de la separación sociedad civil-estado.

4.- El rol de la “democracia” en la teoría del estado del joven Marx

La democracia es la verdad de la monarquía, pero la monarquía no es la verdad de la democracia (…) La democracia es el “contenido y al forma”. La monarquía no debe ser más que la forma, pero altera el contenido. (…) La democracia es el enigma descifrado de todas las constituciones. En ella la constitución no solo es en sí,según su realidad, constantemente referida a su fondo real (…) La constitución aparece como lo que es: un producto libre del hombre (…) Hegel parte del Estado y hace del hombre el Estado subjetivado; la democracia parte del hombre y hace del Estado el hombre objetivado”4

Doble cuestión. Por una parte, Marx ya ha roto algunos lazos con la filosofía de Hegel. Se puede decir que esos lazos han sido rotos por su “eslabon más débil”: no la epistemología o la ontología, formas primeras de la filosofía en general, sino la filosofía política. Ha “tomado partido” por la democracia frente a una toma de partido monárquica del propio Hegel. Por otra parte, es evidente que esta toma de partido por la democracia se mueve en los marcos de la filosofía hegeliana. Si el monarca no es la encarnación de ninguna idea, “la democracia”, el gobierno del demos, es al menos la supresión de la antinomia entre contenido y forma que habita al estado moderno. Este enigma descifrado es además posibilitado por la emergencia del factor-hombre en la explicación del Estado, el Estado democrático es la objetivación del hombre. El Estado moderno, para Marx, tendría entre sus características el comportarse de forma alienada respecto al resto de la totalidad. Erigido en el “más allá”, el Estado es la “autoafirmación de la alienación”, la existencia política separada de la vida humana.

Marx ha establecido así una primera aproximación al análisis histórico, insistimos, todavía dentro del marco de la filosofía hegeliana. En primer lugar, tenemos el medioevo, que Marx resume como “democracia de la no-libertad”. ¿Por qué Marx utiliza una expresión tan enigmática para describir una época oscura igualmente enigmática? Ante todo, debemos entender que aquí el concepto de “democracia” aparece asociado con cierta unidad entre el pueblo y el estado, como identificación de la forma-Estado con la vida material del pueblo: identidad entre sociedad política y sociedad civil. “En el medioevo la vida del pueblo y la vida del Estado son idénticas. El hombre es el principio real del Estado, pero el hombre no-libre”. Aquí se evidencia más todavía la concepción de democracia que el joven Marx tiene: identificación entre vida del pueblo y vida del Estado. En segundo lugar, el Estado moderno, “situado en el más allá”, separado de la vida del pueblo y establecido como abstracción. Es en torno a esta naturaleza abstracta y alienada del Estado moderno que Marx realizará una reflexión profundamente productiva acerca de la burocracia: “Hegel toma como punto de partida la separación del “Estado” de la sociedad “civil”, de los “intereses particulares” y lo “universal que existe en y para si”. Y es verdad que la burocracia se basa en esta separación”. En todo caso, el análisis marxiano de la burocracia debe ser objeto de un tratamiento aparte, en tanto análisis de el Estado moderno en su forma privada, en otras palabras: irrupción de la lógica de lo privado (las corpraciones, en la terminología de Hegel) en lo público (el Estado). Por último, Marx ha resuelto que el Estado democrático es la reconciliación entre el Estado y la esfera de lo “privado”, el pueblo, que permanecía en el Estado moderno separada del qué hacer del propio Estado. La forma más avanzada de este Estado alienado es la monarquía, que Hegel trata de construir “de acuerdo a la idea pura”5, y la solución “a medias” de la separación o contradicción que le habita (contradicción que puede expresarse también como soberanía del estado versus vida del pueblo) es la República. En último lugar, la democracia, que ya hemos explicado como reconciliación o re-imbridación entre “vida del pueblo” y “vida del Estado”, retorno de la soberanía al pueblo pero en la forma-libre.


5.- De la crítica de la monarquía a la crítica particular del estado moderno como reflejo de la propiedad privada

Marx parte del supuesto, ya expuesto de forma aproximativa más arriba, de que la propiedad privada, en tanto propiedad de las “clases”, deviene el verdadero sujeto del proceso estatal. Para Marx, sin embargo, no se trata de que la forma-estado en sí misma implique, por así decirlo, la defensa de la propiedad privada o, más aun, la “instalación” de la propiedad privada en la estructura misma del estado. En todo caso, esta es una explicación que se desarrolla en el marco de otro lenguaje, un lenguaje filosófico cruzado por la lectura de Hegel-Feuerbach que Marx lleva a cabo en 1843. Hegel, para Marx, ha desarrollado “el elemento político-constituyente como un elemento particular, como una transmutación de la clase privada en calidad de ciudadano de estado”. Ha expuesto, entonces, la forma en que la clase privada deviene clase política: “es una anomalía que la más alta síntesis del Estado político no sea otra cosa que la síntesis de la propiedad de la tierra y la vida de la familia”. Aquí, en todo caso, cabe señalar y acotar el concepto de propiedad privada según lo que Marx entiende en 1843, concepto remitido a la institución del mayorazgo (derecho de herencia del hijo varón mayor) y la propiedad de la tierra. Este concepto de propiedad asociado al problema campesino, propiamente dicho, y a las instituciones proto-feudales, está evidentemente relacionado con el estado particular que Marx analiza: el estado prusiano del que Hegel se muestra como defensor en su Crítica de la filosofía del derecho. Marx plantea, en este contexto, que la constitución “es la constitución de la propiedad privada”, y que la institución política del mayorazgo no sería más que la expresión de la naturaleza interna de la propiedad de la tierra. Asimismo, la propia institución “ideológica” de la forma-estado, la religión, que Marx en esta época todavía interpreta como alienación de lo humano, cosificación y enajenación de la esencia del hombre, es concebida como religión de la propiedad privada.

Insistimos, para terminar, solo en algo: para Marx es efecto de la estructura misma de la propiedad, el que la propiedad privada devenga soberanía estatal por medio de la institución del mayorazgo y lo que ella implica, la propiedad privada y el derecho a herencia que le es consustancial en la monarquía. Marx ha relacionado, según sus propias palabras (p. 133), la propiedad privada y la herencia, por una parte, y la propiedad privada, la herencia y “por deducción el privilegio de ciertas familias de participar en la soberanía política”. Es decir, la participación en el cuerpo político soberano, para el joven Marx, está dada por cierta repartición de la propiedad privada entre los individuos. “La significación que la propiedad privada tiene en el Estado es su significación esencial, su significación verdadera”. En fin, se trata de la crítica de la predestinación, el derecho a herencia y la propiedad privada como fundamentos del poder político devenido poder de lo que Marx llama aquí “clase privada”. Hay que apuntar, en todo caso, que este concepto de clase es pre-marxista, en el sentido de que no ha establecido ni la relación entre las diversas clases, ni la relación de las clases con el ámbito de la producción más allá de la voluntad de los “gremios” y “corporaciones” de la sociedad civil, y menos aún el vínculo efectivo entre clases y lucha de clases. En este contexto, sin embargo, resulta interesante constatar que Marx intuía, de cierta manera, la naturaleza del estado como estado de clase, de la clase propietaria.


1Georg. W. F. Hegel, Fundamentos de la filosofía del derecho, Ediciones Siglo XX, Bs. As., 1987
2Carlos Marx, Crítica de la filosofía del Estado de Hegel, editorial Grijalbo, México, 1968, p. 16. Adicionalmente, utilizamos la edición en inglés que se encuentra en http://www.marxist.org, con el objeto de aclarar la lectura que, en la versión de Antonio Encinares, a veces se torna compleja.
3Específicamente, en el Tomo III de El Capital
4Carlos Marx, Crítica de la filosofía..., p. 40

5Carlos Marx, Op. Cit., p. 47

jueves, 28 de mayo de 2015

Vanguardia o nada: "No nos sigamos matando"


"Pero ¿en qué consiste el papel de la socialdemocracia sino en ser el "espíritu" que no sólo se cierne sobre el movimiento espontáneo, sino que eleva a este último al nivel de "su programa"? Pues no ha de consistir en seguir arrastrándose a la cola del movimiento, cosa que, en el mejor de los casos, sería inútil para el movimiento y, en el peor de los casos, extremadamente nociva. Pero Rabócheie Dielo no sólo sigue esta "táctica-proceso", sino que la erige en un principio de modo que sería más justo llamar esta tendencia seguidismo, en vez de llamarla oportunismo. Hay que reconocer por fuerza que quienes están firmemente decididos a seguir el movimiento marchando a la cola están asegurados, en absoluto y para siempre, contra la "aminoración del elemento espontáneo de desarrollo"

Wladimir Lenin, Qué hacer, problemas candentes de nuestro movimiento



El movimiento estudiantil actual parece uno de esos estallidos de furia ciudadana, o “civil” que, pese a su radicalidad aparente y masividad, no encaja en ningún tipo de estructura que haga operar un “sentido”. Los movilizados de hoy somos una fuerza inerte. Cuando Maquiavelo habla en sus discursos sobre la historia de Florencia de los diversos humores (“apetiti diversi”) que componen la República, el pueblo es la pulsión central: lucha entre los que no desean ser dominados y los que desean ser dominar, o entre los “grandes” y los oprimidos, etc. En términos de lo que en el mismo sentido, Spinoza – un seguidor, como se sabe, de la obra de Maquiavelo – llama “multitud”, nosotros podemos decir hoy que esa muchedumbre mounstrosa, que amenaza al poder constantemente, que es su verdadero “estado de guerra potencial” se haya hoy en una situación de peligroso equilibrio frente al Estado, un aparato mucho más organizado y estructurado, con funciones específicas que materializan el poder de determinadas clases. Hoy lo que tenemos, para ser más claros, es un tipo de movilización que, pese a su recurrencia, no adquiere ningún tipo de consistencia. Como se sabe, esa consistencia y esa duración, que hacen posible el tránsito hacia lo que (de forma bastante ambigua) algunos llaman “clase para sí” (o clase consciente), es finalmente la estructuración relativa del pueblo, de las clases en pugna y de las fuerzas sociales que luchan.

Incluso, quizás, las capacidades de intervenir (aunque sea performáticamente, en el orden de “la calle”) de esta movilización crezcan. El estado de desconcierto de la ciudadanía frente a lo que habitualmente llamamos “política” (una mezcla entre espectacularidad parlamentaria y burguesía de estado o, para concederle un término a Carlos Pérez Soto, clase burocrática) es tal, que no cabe duda que las cosas se pueden poner peor para el centro neoliberal que ocupa el gobierno. Las cosas todavía pueden ir más allá, desatando el tipo de situación que describe el clásico aforismo leninista: los de abajo ya no quieren seguir viviendo como antes. Y sin embargo, esas intervenciones seguirán acumulando – de proseguir el actual curso – masividad, hasta perderla y convertirse en el largo suspiro de las masas agobiadas. En otro plano, estas movilizaciones seguirán acumulando violencia en ambos sentidos. Tanto Weber como Gramsci insistieron en la particularidad política del estado capitalista; su capacidad para detentar el monopolio de la violencia “legítima”. Lo que Gramsci, o cualquiera, debió haber agregado es algo que la filosofía contemporánea (especialmente la dedicada al estudio de la soberanía) ha señalado muy bien: el Estado no sólo produce violencia legítima sino también terror, actos de violencia ilegítimos que sirven para perpretar el ciclo del monopolio “policial” de la violencia. Así, la repartición de lo violento es una condición de la polis contemporánea, hasta que claro, el monopolio de la violencia legítima se ve aturdido por procesos que ya no son la producción del miedo y la reafirmación de la bestia estatal (la policía) sino el surgimiento de una alternativa.

Podemos, evidentemente, tener muchos ejemplos sobre una situación como esta a la mano. Durante el 2001, en Argentina, se sucedieron estupendas movilizaciones que aterrorizaron a la burguesía local. Las frases con las que Antonio Negri cierra – en forma torpe, según vemos hoy – su texto “El trabajo de Dionisios” se confirmaban: “El poder constituyente excluye la existencia de cualquier tipo de fundamento que resida fuera de los procesos de la multitud”. Es decir, fuera de la gente, nada: no más partidos, no más vanguardias, no más “iluminados”. Éxodo final de la multitud elegida respecto al Estado: “que se vayan todos”, que no quede Estado, que se acabe Dios, los partidos políticos y la Patria, etc. Por esas fechas, también, nos golpearon las guerras del agua y el gas en Bolivia. La frase favorita de Atilio Boron, y de muchos intelectuales latinoamericanos que seguían su legado, era; “en nuestro continente sabemos botar gobiernos, pero no sabemos levantar los nuestros”. Ese tipo de impotencia de la multitud es lo que la frase “que se vayan todos” resume. Y ahí estamos.

La tradición leninista es, en cambio, mucho más productiva en este punto. Sabe, como el excelentísimo Hobbes, que los Estados se justifican en los Estados. Nadie necesita tanta palabrería para entender lo que Hobbes decía: “apenas si existe un Estado en el mundo cuyos comienzos puedan ser justificados en conciencia”. La soberanía es, sencillamente, tautológica: no hay explicación moral posible para ella – a menos, claro, que se trate de una soberanía fundada en el reino de Dios, o de las propias tinieblas. Hoy día, pareciera como si una especie de furor gramsciano hubiese invadido a la izquierda, y por todos lados viésemos la sociedad política en el mismo nivel, en la misma superestructura que la sociedad civil: guerra de posiciones, articulación de espacios locales de disputa, pluralismo democrático en acción. Y estamos dedicados a desmontar esa soberanía cotidianamente, creando pequeñas escaramuzas que, en el arte de la guerra, se llamarían muerde y huye. ¡Muy bien!, es lo que a la izquierda le faltaba: realismo político, capacidad de articular una estrategia socialista eficaz dedicada a horadar y disputar los espacios del aparato estatal que, para decirlo con Poulantzas, se constituyen como una red-transestatal. Pero hoy, a estas alturas, cabe esperar que aspiremos algo más a esa soberanía unitaria, que tiene la forma primitiva del pacto entre los judíos y Dios, y que instituye el gobierno de Dios en la tierra.

Extraña metáfora, pero significa, indudablemente, que la multitud debe organizarse, o simplemente perecerá. Debe organizar su soberanía, democrática o no - ¡en este estado de cosas, sinceramente daría lo mismo! - para constituírse como alternativa al “reino de las tinieblas” del neoliberalismo y su gran Leviatán, el estado-gobierno chileno y su variopinto partidario. Recuerdo a este respecto el debate Poulantzas-Miliband: concebir el estado a la poulantziana es inmensamente necesario, pero que no se nos olvide que, en última instancia un estado es una dictadura de clase más allá de las miles de modulaciones que esa dictadura tiene. Es un “instrumento” aunque exprese relaciones. Y aunque fuera indemostrable que es un instrumento (cuestión que tiendo a pensar), la estrategia para enfrentar al estado no puede ser, simplemente, entendida una suma de disputas o rupturas locales aisladas las unas de las otras: debe contar con una conducción.

Para entender mejor los nuevos procesos políticos, que parecen acaecer como “singularidades nómadas”, “diferencias”, en la izquierda, fuimos fusionando con demasiada facilidad la jerga posmoderna con el análisis gramsciano de la estrategia revolucionaria en tiempos de reflujo. Para nosotros, los hijos de la caída del muro, fue demasiado difícil asimilar que el fin de los grandes relatos significaba, implícitamente, el fin del único Gran Relato que sustentaba las religiones no-teístas de la izquierda marxista: el relato-Partido. Y entonces citas admirables como aquella en que Marx señala que, “es lógico que los miembros de nuestra Asociación [Internacional de los Trabajadores] aparezcan como vanguardia”, las fuimos guardando en el tintero. Construimos, inclusive, un poderoso significante-Amo para designar el nudo traumático de nuestra ideología en ruinas: el “estalinismo”, que se transformó en un poderoso medio de redención y expiación de culpas para ex-estalinistas fanáticos como Santiago Carrillo. De esta manera, la izquierda se echó el “Qué hacer” de Lenin al bolsillo. Simplemente, creo que es preferible que vayamos asumiendo esta reacción frente a nuestra propia catástrofe histórica como un lenguaje post-traumático y no como la Verdad (aunque claro, todo lenguaje posterior al shock, sobretodo a un shock tan grande como el fracaso del socialismo, se articula como Verdad). Volver al “Qué hacer” es, de hecho, la tarea principal de la izquierda chilena hoy. Más allá de la lectura, sin embargo, aquí, en esta conminación, se vuelve necesario mencionar dos imperativos o tareas prácticas: (1) re-pensar la vanguardia, (2) construir la vanguardia. Y aquí hay que ser gramsciano hasta el final: esa vanguardia tiene, realmente, que devenir una fuerza hegemónica social y moral. 

Puede sonar al último mensaje del Presidente Gonzalo a Sendero Luminoso (después de, en una epifanía, haberse vuelto gramsciano y post-moderno radical), pero es verdad. Sin una organización única de la izquierda, independiente de la forma que tome – debe, a mi parecer, tomar la forma democrática de un instrumento anclado a la multitud, pero sin olvidar su condición de “intelectual colectivo” orgánico – nuestras tareas inmediatas son más o menos imposibles. Hemos visto la seguidilla inconexa de consignas, prioridades y ritmos que esta movilización tiene; desde las típicas tomas por “demandas internas” hasta la incapacidad de visibilizar algo nuclear del petitorio nacional de la Confech, sumado a la (histórica) incapacidad para articularse de forma inteligente y táctica con otros sectores. Finalmente, es claro que, en definitiva, a esta muchedumbre social que parece tener ansias de echarlos a todos, pero sin pensar en nadie, le falta nada más ni menos que lo que Lenin consideraba imprescindible: conducción.


miércoles, 29 de abril de 2015

Asamblea constituyente: más allá de la razón histórica




“Sería por cierto muy fácil de hacer si la lucha sólo se aceptase con la condición de que se presentaran perspectivas infaliblemente favorables”

Karl Marx

Es la imposibilidad de articular la mirada histórica (si se quiere, historicista) y la realidad misma la que, en cierta medida, nos invita a dejar lo que llamaremos el fatalismo de la repetición histórica. Este fatalismo consiste en cierta lógica: ya que las cosas se han repetido determinado número de veces, no cabe ninguna posibilidad de que, en el presente, sean de otro modo. Corresponde a un argumento típico de las teorías de la predestinación absoluta que, de hecho, funcionaron como un soporte ideológico importante del capitalismo, en el marco de lo que Weber llamó “ética protestante”. En una de sus variaciones, esta forma moderna de historicismo nos conmina a pensar lo que la filosofía de la historia kantiana llamaba “el continuo progreso hacia lo mejor”. Hay repetición, pero en esa repetición existe una especie de tendencia hacia la superación, tendencia en todo caso jamás consumable en ningún estado ideal (el horizonte de posibilidad siempre es un 'horizonte' y ninguna una 'meta final' realizable). Finalmente, este pensamiento diacrónico tiene su veta más amable en cierta escatología de la praxis humana: un fatalismo antropológico, porque indicaría que la práctica de determinados sujetos humanos evitaría la consumación del apocalipsis. En este sentido todo el pensamiento humanista prefigura la lucha prometeica contra el designio de los dioses. Carl Schmitt tenía razón: los conceptos de la política son, en muchas ocasiones, conceptos teológicos secularizados. Para nosotros, sin embargo, la cuestión consiste no sólo en descubrir los nexos (que si los hay, o al menos debería haberlos) entre teología y política, sino también las diferencias específicas y las distancias insalvables entre ambos campos.

El argumento que ha expuesto Luis Thielemann respecto al problema de la asamblea constituyente (en su artículo titulado “Pesimismo de la razón histórica”)1 sigue más o menos la pista de esta mirada fatal. Él lo llama de otro modo: pesimismo. Diríamos, para responder a esta transmutación conceptual, que el pesimismo es, en cierto modo, una reivindicación volitiva del fatalismo: mientras que el orden del apocalipsis opera en la totalidad del ser, o en el misterio de la obra divina, el pesimismo funciona como la marca actitudinal de la “razón” humana. La reivindicación de la frase de Gramsci (“pesimismo de la razón, optimismo de la voluntad”) parece ser así, doblemente, la inyección del fatalismo en el seno de la razón, y la infundición de ánimos a la disposición afectiva del cuerpo – la voluntad. En realidad, después de Spinoza, se sabe que esta distinción estricta (aunque sólo sea en un sentido metodológico, como gustaba decir a Gramsci) entre afectividad y razón, entre racionalidad y afectio, y finalmente entre mente y cuerpo, es una mueca fundamental de la racionalidad burguesa, cartesiana, que domina toda la modernidad. La razón misma está compuesta, en un grado que casi nunca alcanzamos a ver, por esta serie de composiciones afectivas. La distinción entre “entes de la razón” y “entes de la imaginación” en Spinoza, por ejemplo, está destinada a esclarecer que, en los hechos que él mismo convoca (en su ontología política), los entes de la imaginación son justamente aquellos que nos figuran la razón como algo independiente, autosuficiente y desconectada de una topología afectiva que siempre excede al sujeto. Maquiavelo, asimismo, veía que la ciudad, el estado, es el “efecto” de una serie de humores contradictorios, “apetiti diversi”: Toda política es, desde este punto de vista, un uso político de las pasiones.

La frase de Gramsci debilita esta relación entre razón y pasión y entre política y afectos. Pero en un sentido aun más profundo, el “pesimismo de la razón histórica” añade un componente más al racionalismo gramsciano. El sentido de lo “histórico” aparece aquí asignando un valor a la función de la razón: ver en la historia los elementos de su propia tendencia hacia el fracaso. La historia indica el signo de los tiempos y anticipa el sentido del presente fijo. Lo paradójico, en cierto sentido, es que este pesimismo no se establece frente al objeto mismo de la historia, sino frente a la coyuntura. La historia, de este modo, sería un dispositivo adecuado para comprender determinada coyuntura.

Frente a este modelo de temporalidad, los análisis del capitalismo desarrollados por Marx en El Capital proponen un tiempo heterogéneo, disyunto como diría Derrida, no sucesivo (diacrónico) y no fatalista (progresivo o apocalíptico). Al analizar las diversas esferas u órbitas de la producción capitalista como estructuras autónomas e interdependientes a la vez, en el marco de una armazón teórica determinada – y no de un relato “histórico” de la modernidad capitalista – Marx ha promovido un tipo de lógica que es, al mismo tiempo, la superación radical de la dialéctica lineal de la historia, y la no-contemporaneidad de los diversos sujetos que están arrojados al torrente de la autovalorización del capital. Sin ninguna lógica de todas las lógicas, y sin ninguna historia de todas las historias, Marx ha roto con el círculo de la filosofía misma entendida como “optimismo” de la razón. Y sin embargo, ningún “pesimismo” de la razón puede ser alternativa real, tanto en términos teóricos como políticos – aunque ambas cosas se junten, ya que hablar de “pesimismo” de la razón por contrapartida a algún optimismo del siglo de las luces, no consistiría, a nuestro juicio, algo más que una inversión de los términos que deja a la todopoderosa razón humana en el lugar de Dios (como siempre ha sucedido en el humanismo occidental, en todo caso). Por otra parte, un “optimismo de la voluntad” indica una desagradable tautología: ¿qué tipo de voluntad es aquella que sólo espera que las cosas salgan mal, una voluntad porque las cosas salgan mal?, ¿una voluntad de la “mala voluntad”? La cita gramsciana no resuelve nada. Consituye, más bien, la señal casi intuitiva de que en los tiempos de “reflujo”, o de “revolución pasiva”, la actitud correcta frente a la coyuntura es la del realismo político. La agregatura de lo histórico a esta señal es por ello la emergencia de un realismo historicista.

Aunque parezca extraño, este tipo de discusiones entre realismo historicista, optimismo de la razón o racionalidad crítica, lo que hacen en la política es “poner la carreta delante de los bueyes”. Si se observa, por ejemplo, la noción maquiaveliana de fortuna, se verá que el florentino no tenía la intención de fundar un modo de racionalidad específico, una especie de “razón práctica pura”, para después pensar la política. Tampoco se trataría de un empirismo simple, de una observación de lo que sucede. El concepto de fortuna actúa directamente sobre la política porque concibe, de hecho, que la política es una ciencia autónoma y que, más allá del diálogo que pueda sostener con otras disciplinas (que de hecho en la filosofía de las ciencias se llaman “auxiliaries”), tiene sus propios conceptos y su propio objeto, sin la intermediación de alguna racionalidad previa, todopoderosa y omnicomprensiva. La pregunta no es, entonces, para el pensamiento político en general, cómo adquirir una sustancia racional previa que nos permita asumir la postura correcta. La pregunta es más bien por el tipo de conocimientos y herramientas que necesitamos para entender la coyuntura, lo que de hecho en Maquiavelo tiene un nombre específico: “los tiempos y las cosas”.

En sus famosas Tesis sobre el concepto de historia, Walter Benjamin concebirá doblemente el tiempo-otro que abre una revolución, o una transformación, como tiempo mesiánico e interrupción del “continuum” (“hacer saltar el continuum de la historia”). Se trata de una temporalidad de la disrupción. A su vez, ese tiempo no es el tiempo por-venir, infinitamente distante, que debemos esperar: la venida del mesías está regada en el tiempo homogéneo en el que acontecen las cosas, en el tiempo mismo del capital. En un tono similar, otro filósofo judío de la primera mitad del siglo XX, Giorgy Lukács, interpretó el pensamiento de Lenin como un pensamiento acerca de la “actualidad” de la revolución. La frase “la revolución está a la orden del día” se puede pronunciar cada mañana sin temor a equivocarnos. Creemos que tanto Benjamin como Lukács están en lo correcto: Lenin pensaba la revolución como un tema profundamente actual, un problema del tiempo-ahora. En el capitalismo están regadas las astillas de su propia destrucción (véase, sin ir más allá, la tremenda tentativa de Marx de ver en la cooperación capitalista una antesala de la cooperación socialista), tal como en el presente late el día del juicio final en cada segundo. En 1917, Lenin plantea que la asamblea constituyente era una forma de dar continuidad a la democracia burguesa. Pero eso, decimos, sólo lo puede plantear porque tiene tras de sí una serie de dispositivos contra-institucionales, un verdadero contra-estado (el “poder soviético”) y una coyuntura especialmente revolucionaria. El llamado a tomar “el cielo por asalto” es siempre posible, a condición de que se entienda, de hecho, que el cielo de hoy puede ser justo el barro de mañana, y que como decía Marx, las metas que se propone alcanzar la humanidad en determinado grado de su desarrollo, son las metas que de hecho puede cumplir. De este modo, la dicotomía entre realismo y voluntarismo al interior de la razón queda caduca. La razón debe ser a la vez voluntad y realismo, o para decirlo en otros términos: el realismo de la razón es su voluntad de tomar el cielo por asalto cada tarde.

Y sin embargo, el cielo nunca es el mismo. La coyuntura, que indica aquellas metas que el Príncipe puede cumplir, cambia de forma, es contingencial. La coyuntura de ayer no es la misma, tampoco, que la de hoy. Entonces hay que pensar del siguiente modo: Podemos interrumpir el neoliberalismo, sólo inmersos en la coyuntura. El llamado a un “proceso constituyente” por parte del bloque dominante en Chile tiene obviamente la intención de reconfigurar su hegemonía, resquebrajada por el nuevo relato anti-lucro instalado desde el 2011, y la deslegitimación de lo que Poulantzas llamaba “burguesía de estado”, y en un rango menos teórico, algunos llaman “clase política”. La pregunta entonces no es, acorde a la coyuntura, como evitamos un proceso como este: nuestras fuerzas son todavía insuficientes para detener cualquier cosa que venga del aparato de estado-gobierno. Para plantearlo en los términos de Lenin, los de arriba ya no pueden y los de abajo ya no quieren, pero esta cuestión, el malestar, no adquiere los rasgos de un Poder Constituyente alternativo para Chile. La complejidad de la coyuntura parece no avizorar respuestas. Sólo para terminar, quisiera entregar dos “pistas” (aunque claro, no tenga ninguna respuesta real bajo la manga: pistas en sentido casi ontológico): Lo primero es que, en un tono lukacsiano, la revolución está siempre a la orden del día, por tanto el cielo que nos proponemos alcanzar (la reconstrucción del poder constituyente ciudadano, antineoliberal y democrático), no puede ser otro que el que la coyuntura nos ofrece: este proceso constituyente simulado y espurio, patrocinado por el centro neoliberal en el gobierno. En buen chileno, “es lo que hay”. Lo segundo, citar a Jean Salem, a quien considero uno de los comentaristas contemporáneos más notables sobre Lenin. Salem indica que uno de los aspectos centrales del pensamiento leninista es el hecho de que “los revolucionarios deben saber crear la ocasión o, al menos, saber aprovecharla (…) Lenin escribió al final de su vida que Napoleón decía “Nos lanzamos y después... vemos”.2 Es el acto mismo de “lanzarse” el que funda otra racionalidad para otra coyuntura histórica. De eso se trata, de lanzarse, con todas las fuerzas objetivas con las que contamos, a la captura de este proceso constituyente, por más caricaturesco que sea. Estrictamente, no tenemos nada que perder.


1 http://www.redseca.cl/?p=5507

2 Jean Salem, Lenin y la revolución, Madrid, Península, 2010, p. 61

domingo, 21 de septiembre de 2014

Terrorismo: Medios sin fines y reproducción del miedo



I

En su famoso texto Para una crítica de la violencia, el filósofo alemán Walter Benjamin planteaba que la cuestión de la violencia debía ser interrogada en el plano de los medios, y no de los fines o del “sujeto” que la ejerce. “Siembre quedaría abierta la cuestión de si la violencia, en cuanto principio, es ética como medio para alcanzar un fin. Para su decisión, esta pregunta requiere un criterio más preciso, una distinción dentro de la esfera de los medios, sin consideración de los fines que le sirven”. Se trataría, entonces, de una destrucción de la “dialéctica entre medios y fines” que domina todo el discurso occidental acerca de los “métodos” que sigue una acción instrumental. En resumen, de situarse en medio de la violencia como un problema independiente de los “objetivos” que la originan o, inclusive, del sujeto que la ha desatado.

Así, sería absurdo traducir la frase de Adorno “no se puede escribir poesía después de Auschwitz” como “no se puede escribir poesía después de Mein Kampf de Hitler”. La traducción del dolor es imposible por la naturaleza de los medios mismos, y no de los fines que persigue, o de la maldad radical del sujeto que los ejerce.

El aporte que ha hecho Luis Thielemann a la discusión acerca del terrorismo debe evaluarse en este contexto. Es innegable que la violencia terrorista en Chile ha sido patrimonio de las oligarquías, un instrumento al servicio de las “élites” y su proyecto hegemónico de estado y de sociedad. Sin embargo, creemos necesario realizar una pregunta previa por la cuestión misma del terror, por “qué significa” y cuáles son los alcances específicos de eso que llamamos “terrorismo”. En definitiva, es necesario volver al “reino de los medios” en el que Benjamin quería indagar la naturaleza de la violencia, más allá de la constatación histórica, invaluable por lo demás como aporte a la discusión, del “monopolio” de la violencia terrorista que posee (y seguirá poseyendo) el estado y los dueños del capital en la sociedad contemporánea.

El problema bien podría ser indagado desde la perspectiva que tiene la derecha respecto al tema del terror y la violencia política. Lo que nos plantea, por ejemplo, en una carta a El Mercurio, publicada el domingo 14 de Septimebre, el lector Mauricio Rojas, es la existencia de una “bondad absoluta de los fines” como condición de cierta tendencia genocida y asesina existente en los sujetos cuyo pensamiento básico es la aspiración a un mundo feliz. “Así – con la intermediación de un paraíso en la tierra como fin específico, se forma el “criminal perfecto” (…) que mata con premeditación y sin remordimiento, ya que lo hace en nombre del amor y de la utopía”. La sutileza del mensaje no es muy difícil de captar. No es que los “medios violentos”, “genocidas”, “criminales” del Che o Pol-Pot (puestos aquí al mismísimo nivel) sean problemáticos en sí mismos. El problema no es si fusilamos o no a alguien. El problema es el tipo de motivaciones que posibilita el fusilamiento y la emergencia del terror. Estas motivaciones, para un tipo como Rojas, tendrían que ver invariablemente con una pulcritud y santidad absoluta de los fines perseguidos: el superhombre, el hombre nuevo, la raza superior, el “estado islámico”. El silogismo es inevitable: si sueñas con un mundo absolutamente justo, utilizarás medios absolutamente ilegítimos.

En nuestro mundo, el terrorismo se ha transformado en un poderoso lugar de demarcación. Ha sido imbricado además, a otros significantes: fanatismo, fundamentalismo, radicalismo. El surgimiento de movimientos islámicos como ISIS ha terminado de blindar este poderoso aparato de interpelación ideológica, el “ideologema” del terrorismo. ISIS nos ha impactado con sus imágenes. Lejos de representar la naturaleza del mundo islámico, el respeto por la tradición y la multiculturalidad, el “florecimiento” y la ilustración islámica de la península ibérica o la riqueza de la cultura sunni y chiita en el mundo, ISIS aparece como una poderosa máquina de terror ultra-occidental, alojada incluso en las redes sociales y con un fuerte componente estético. Es, en cierto modo, la consumación desgarradora de eso que Edward Said llamaba orientalismo: ISIS es la versión occidental (y norteamericana) del islam llevada a su extremo de terror y muerte. ¿No es acaso evidente que no son los sueños de un mundo idealizado y santo los que hacen posible esta ilusión occidental fetichizada?, ¿No es acaso evidente que es esta extremación de los medios como fines en sí, de la violencia como actividad depuratoria y santificadora, la que hace posible el surgimiento de este terror? Está claro que esta visión de la violencia como una punción corporal purificadora es justamente occidental: la inquisición lo atestigua como nada. El islamismo de ISIS es justo eso, una representación estética obscena de la imagen que occidente ha creado para el significante islámico.

Se trata de evaluar, en el fondo, cuál es la función ideológica que cumple el nombre de terrorismo al que algunos acuden como si se tratase de una llamada. Al respecto, cabe recordar la reivindicación lacaniana que establece Zizek para el concepto de punto de acolchamiento. Hablamos, en este caso, del object a petit a, que funciona para ordenar la realidad en torno a un objeto de deseo no evidenciado en el orden simbólico (lo real traumático, lo que no se puede decir después de Auschwitz). Pongámoslo en simple: el nombre de “terrorismo” es un significante que sirve para clausurar formas ideológicas o políticas que son disfuncionales al modelo, pero al mismo tiempo, el modelo necesita a cada momento regenerar y reproducir esa disfuncionalidad y el deseo de ella. La tesis es provocativa, pero justa: el capitalismo necesita la reproducción del terror para mantener la no-libertad que le es intrínseca. El capitalismo necesita producir su propia negatividad, para expandir sus propios límites y desatar su estructura inmunitaria. Por eso es que se puede decir, precisamente, que toda violencia que abastece ese profuso y difuso aparato de reproducción informático, militar, comunicacional y político del terror, es violencia reaccionaria en el sentido de que sirve a los intereses hegemónicos.

II

Hemos propuesto discutir los “métodos” no en relación a sus fines declarados o tácitos, sino en relación a la forma específica en que intervienen en la realidad concreta. Porque, mucho más allá de las verdades abstractas que a veces envuelven una performance determinada, por ejemplo las famosas salidas de encapuchados, hay un contenido en esa propia performatividad. La forma nunca ha sido, a decir verdad, algo separado del contenido, pero no el sentido derechista según el cual el contenido es el fin que declara perseguir la acción, sino en el sentido de que las formas mismas son ya contenidos: plantean algo. Es por esta misma razón que no se pueden estudiar las poéticas o formas específicas del arte al margen de lo político, y no por las “declaraciones de intereses políticos” de los sujetos productores del arte.

Una lectura de la acción que pone en primer lugar la sensación de depresión y depravación a la que cierta cotidianidad capitalista somete al sujeto individual, tiende a fetichizar la acción de ese sujeto como “insurrección”. Es el caso de las tesis de Alfredo M. Bonnano, anarquista italiano autor de El placer armado. Convierte, a su vez, la estética del terror en estética de la libertad. La “práctica” de la libertad es ejercida así, ilusoriamente, en una estética de la insurrección individual y la “no-producción”. Olvida, por tanto, las estructuras que re-sitúan permanentemente esa estética, que la invocan, de hecho, en la reificación de la mafia y las escenas gangsteriles. No se trata de criminales perfectos. Se trata de artistas de la destrucción: ellos hacen arte. Pero su arte no tiene capacidades políticas, no transforma nada ni pone en juego ninguna práctica emancipatoria. Es por eso que el insurreccionalismo no puede tener ninguna potencialidad, y llega a ser expresión de la impotencia desatada como sublimación, como placer sublimado de cierta neurosis de angustia. En el capitalismo, un deseo sin objeto de deseo y un placer sin principio del placer son un absurdo. Por eso el argumento insurreccional está acabado de antemano, porque supone un “deseo” puro – sin intromisión de la ideología, y un “placer” no culpable – sin intromisión del super-yo represivo. No queremos decir, en todo caso, que el insurreccionalismo anarquista sea asesino y genocida. Pero su práctica concreta posibilita, justamente, el fortalecimiento del significante-terrorismo que hoy responsabiliza a los anarquistas de los “actos de terror” cometidos por nadie sabe quién.

El caso del anarquismo insurreccionalista, la naturaleza teatral y performática de ISIS, y la fascinación por el goce estético de los maoístas de Sendero Luminoso, demuestran que en las prácticas asociadas al terror contemporáneo lo que se evidencia, en distintos grados, es una intención espectacular, en el sentido de producir el espectáculo (y la imagen visual), más allá de los “fines racionales” que persigan los sujetos de la acción. Si la dialéctica entre medios y fines se muestra inadecuada para entender el problema de la violencia, la relación instrumental entre racionalidad y medios irracionales es igualmente insuficiente. Todo el morbo generado por el contenido sensible y manifiesto de los espectáculos sanguinarios protagonizados por organizaciones como ISIS o Al-qaeda, la crucifixión de personas, la participación de niños en los rituales de purificación masiva de los infieles, y la extraña atracción provocada por las marchas y los himnos senderistas en las cárceles de Perú, demuestra que el tipo de imantación que establece el llamado “terrorismo” al rededor de sus prácticas es algo terriblemente material-sensible, y no pertenece al orden del “mundo de las ideas”.

III

Para toda una tradición, el problema de la violencia ha sido tratado bajo el epítome de la eficacia. Por ejemplo, Lenin señaló en todo el período que va de 1898 hasta 1905 que el terrorismo era descartable por su ineficacia para enfrentar los problemas políticos de la sociedad rusa, y porque podría tener consecuencias perjudiciales en el desarrollo de la causa revolucionaria. Asimismo, en su polémica con Eugen Düring, Engels va a señalar que la violencia no es “la maldad absoluta” ni el “pecado original”, sino que más bien se trataría de un “instrumento”. Como todo instrumento, la violencia política terrorista sería aquí un medio administrable: se encuentra sometida, por así decirlo, a las reglas del arte de la guerra y su utilización está condicionada por su efectividad operativa y táctica. Se trata de una lectura del terror como un problema práctico en relación a una coyuntura. El terror aquí no aparece fetichizado y por eso su utilización aparece, para el liberalismo, como aun más deleznable. Derivaría inevitablemente en ese otro significante-amo de la clausura de la utopía en el mundo contemporáneo, el “totalitarismo”. Sin embargo, no hay que confundirse. El concepto que se tenía a fines del siglo XIX, sobretodo en el bolchevismo ruso, de la palabra “terrorismo” difiere mucho del que se ha instalado contemporáneamente. No está, por así decirlo, situado en el marco de una pasión estética, y ni siquiera de una aventura ética (como en el caso del “criminal perfecto” cuyos objetivos son los más nobles y puros). El “terrorismo” aquí es un concepto político de adecuación-inadecuación a la coyuntura. La violencia misma, de hecho, aparece como un problema de relaciones de producción y de relaciones de fuerza política, tal como lo explicita Engels en los escritos preparatorios del mencionado anti-Düring.

En 1906 Lenin señala, para ir más lejos, que la socialdemocracia rechaza toda forma de terrorismo, “es decir, de asesinatos políticos individuales” por su escasa efectividad. Más claro echarle agua, la palabra política sobredetermina aquí el concepto de terror. De lo que se trata, es de blancos políticos, no de sujetos inocentes (mártires) utilizados como “mensajes”.

Esta noción de terrorismo dista mucho, insistimos, del “terrorismo-imagen” de nuestra época. Aparentemente, podría tomarse la relación entre terrorismo, goce visual y “medios sin fines” que estamos estableciendo como una ficción. Sin embargo, la verdadera ficción se desarrolla en otra escena, en la escena de la superestructura jurídica que ha sido creada para conjurar esta imagen del terror. En efecto, una profusa red de definiciones jurídicas y legislativas se ha erguido en torno al terrorismo. En 1978, la dictadura argentina de Rafael Videla definía el terrorismo como difusión de ideas “contrarias a la civilización cristiana” (sic). Posteriormente, la legislación imperial (para usar un concepto de Toni Negri, muy ajustado al tema que estamos tratando) ha avanzado en torno a definiciones menos conservadoras. El terrorismo, en este caso, consistiría en el desarrollo de ataques indiscriminados a blancos civiles para generar una sensación de terror y obligar a las autoridades a tomar determinadas decisiones.

La definición imperial, desarrollada al alero de gobiernos de dudosa legitimidad en concierto internacional, es claramente insuficiente para definir el término “terrorismo”. En efecto, existen formas de terror que no van asociadas a ninguna presión específica. Formas de ataque que, de hecho, pretenden todo lo contrario al ejercimiento de cualquier presión porque la presión sería una forma tentativa de ceder ante la ilusión estadólatra. Por otra parte, la definición no se hace cargo del gesto universalizante del concepto de “terrorismo” que puede ser utilizado como punta de lanza de un sistema de deslegitimación, estigmatización y criminalización de determinados movimientos políticos y sociales. Es más: al dejar abierta esa posibilidad, la ideología jurídica imperial muestra hasta qué punto sigue al servicio de los intereses de determinadas potencias económicas mundiales que necesitan recrear el dispositivo “terrorismo” a cada momento, y fundar para ese dispositivo ideológico un espacio visual, jurídico y político determinado.

El “terrorismo” es la obra despiadada del capital, del neoliberalismo y de las sociedades “libres” del consumo individual y la informatización de la plusvalía. No se puede hacer una genealogía del concepto de terrorismo que no tenga en cuenta las rupturas internas que ha sufrido. El asesinato del archiduque Francisco Fernando no tiene nada que ver con los robos a mano armada de los “años de plomo” en la Italia insurreccional. Asimismo, tratar de vincular esa pasión insurreccional individualista con los métodos artesanales de nuestros ponedores de bombas, es otra megalomanía propia del progresismo teórico que en cada acto ve una suma más para el “continuum” de hechos que pretende administrar para generar un relato. El terrorismo debe ser interrogado a la luz de su naturaleza medial, y en su vínculo específico con el modo de producción en el cual aparece, con los intereses que lo administran como concepto ideológico deslegitimador, y con los sujetos que lo convierten en fetiche comunicacional, discursivo y jurídico. Los que pretendan explicar el terrorismo en relación a los “fines” específicos que declaran conocer, no terminarán más que haciendo el trabajo, justamente, a toda una maquinaria de desposesión teórica e ideológica que ya no está feliz con criminalizar formas de protesta y lucha social. Ahora quiere criminalizar las ideas, convirtiendo a los militantes de la izquierda marxista en “criminales perfectos” y engarzando los “fines nobles” con los “medios ilegítimos”.

Recientemente, la derecha a través de sus personeros ha insistido en que el gobierno de Bachelet tiene dos grandes desafíos: la batalla contra la desaceleración económica y la lucha contra el terrorismo. Han anclado un relato, y han posibilitado la emergencia de ese nuevo campo visual, mediático y comunicacional: el “terror” chileno y sus diversas ramificaciones anarquistas, mapuches o comunistas. Aquí no podemos hacer concesiones de ninguna índole, mientras sus medios de comunicación sigan alimentando el morbo en torno a ISIS, acudiendo a accidentes o al mundo-narco y reproduciendo las imágenes terribles de su violencia, produciendo documentales basura sobre las bombas y los radicales universitarios lumpenizados. Más allá del sujeto que lo ejerce, el terrorismo es la impotencia de un mundo en que la subsunción al modelo está casi completada. Si es medio para alguien, o instrumento racional de individuos determinados, está claro de quienes.

Thielemann tiene razón, eso si más radicalmente de lo que él mismo cree: la izquierda y los sectores populares sólo conocen el terrorismo oligárquico, porque en el sistema-mundo contemporáneo no existe “terrorismo” al margen de la ideología imperial del terror y el miedo, de la “guerra de todos contra todos” que alimenta al gran Leviathan neoliberal.