Una teoría es
realmente ‘revolucionaria’ en la medida en que es un elemento de
separación y de distinción conciente entre dos campos, en cuanto es
un vértice inaccesible al campo adversario
Gramsci
Gramsci
Reincorporado
al panteón de los marxistas clásicos, después de que cierta
ortodoxia soviética pretendiera su expulsión, Antonio Gramsci es
desde los años 60', uno de los autores que más polémica ha causado
en el campo del marxismo. Aunque no se puede hablar, propiamente, de
un “marxismo gramsciano”, con toda seguridad existe una
reinvención gramsciana de la política comunista, sobretodo después
de que el secretario general del PC Italiano, Palmiro Togliatti,
sacralizara su figura en un nuevo “embalsamamiento teórico”
europeo, y posteriormente el eurocomunismo convirtiera a Gramsci en
una suerte de “autor tácito” de la herejía que el triunvirato
Carrillo-Berlinguer-Marchais hiciera famosa. Son conocidas las
premisas políticas de esta herejía (aunque no se haya trabajado
suficientemente sobre sus premisas teóricas, seguramente las más
tristes para la tradición de los oprimidos): abandono del centro
soviético para fundar un nuevo centro europeo-occidental, revisión
de la teoría leninista del estado y promoción de una política
basada en la “vía democrática” y el compromiso con el centro
político. Más claro echarle agua, la reinvención eurocomunista es
en realidad una revisión
eurocentrista
de la política de frente popular adoptada por los partidos
comunistas del mundo entero después de la segunda guerra mundial.
Una revisión que reivindica, una revisión que reinstala la
necesidad de una nueva “gran alianza” de clases. Solo que, esta
vez, “sin Lenin porfavor, muy subversivo. Hablemos mejor de
Gramsci”.
1977:
El periódico oficial del comunismo soviético, Pravda,
el mismo día en que se reunieron en Madrid los grandes líderes de
los tres partidos comunistas del centro de Europa, señalaba: “Es
imposible llegar al socialismo desde la democracia burguesa”. Casi
como si Brezhnev, uno de los estalinistas más sui-generis de la
historia, quisiera decir “el frentepopulismo está bien, pero en
colores soviéticos”. En palabras más honestas y más
“maquiavelas”, se trataba de que los triunfos electorales
sabrosos de los comunistas de Italia, Francia y España no se
escapasen de las manos del coloso soviético, todavía superviviente
a la crisis de producción que se avecinaba. Sin embargo, ni Carrillo
ni Berlinguer podían seguir soportando los dictámenes de un Amo
político situado en la periferia del centro del mundo; ellos querían
gozar
a
toda costa los jugosos resultados de la legitimidad acumulada por el
comunismo en la posguerra. Este goce de ruptura con el Padre fálico soviético fue un verdadero modo de
sublimación de la falta de libertad intelectual y política con la
que la URSS cargaba, pero la angustia vino al placer como la noche al día,
y a más de 30 años de la experiencia eurocomunista, los partidos de
Marchais, Carrillo y Berlinguer son sólo historia sin huella que
perdure.
Aunque
no cabe duda de sus límites, no podemos pasar por el problema
eurocomunista como si se tratase de un “intento más” por
pervertir la esencia casta
y pura de
un marxismo redentor.
El
eurocomunismo es una reinvención clara y consistente, y no una
simple reconstrucción del proyecto socialdemócrata alemán, como
piensan algunos (Bernstein y Kautsky son igual a Carillo más
Marchais, etc.). Si bien, se puede demostrar de mil maneras que el
eurocomunismo no se desplaza un ápice de lo que podríamos llamar
“el horizonte de época del frente popular europeo”, el
tratamiento delicado que hace de problemas como el Estado, la teoría
del Partido, la democracia, las superestructuras políticas, las
clases sociales y el famoso problema de la “transición” al
socialismo, nos priva de considerarlo un simple experimento de
rehabilitación socialdemócrata más. En efecto, el eurocomunismo
dio a luz importantes textos sobre el problema de la democracia y el
estado en el marxismo, tales como Eurocomunismo
y Estado,
del propio Carrillo, L'alternativa
comunista de
Berlinguer, y también autores que se podrían situar en lo que
llamaríamos “eurocomunismo de izquierda”, como Pietro Ingrao o
el talentoso Nikos Poulantzas. Y es aquí donde, en forma
inevitable, nos vemos confrontados con Gramsci. La cita a Gramsci es
recurrente en los autores conocidos por su filiación “euro” y
abundan los artículos que llevan por título “Gramsci y el
eurocomunismo” y sus variables. Ahí está el libro de Norberto
Bobbio para testificarlo: la teoría gramsciana de la hegemonía
sería una anticipación a la lectura eurocomunista del problema de
la democracia y el papel del partido.
Recientemente
los diputados de la extrema derecha chilena declararon su voluntad de
estudiar a Gramsci y entender el aporte que este ha hecho en la
reconstrucción de un arsenal de herramientas de análisis teórico y
político a la izquierda. Lo hacen en un contexto similar al de 1977
y la cumbre eurocomunista de Madrid: una izquierda dispuesta a
orientar sus esfuerzos en el centro y una derecha excesivamente
temerosa de tal estrategia. En ese momento, las fuerzas que
históricamente ocuparon el espacio centrista de la socialdemocracia
europea, ensayaron la siguiente fórmula: Carter y Brezhnev están
igual de podridos con el surgmiento del eurocomunismo. Se trata de
una nueva zona, un nuevo estratagema con el que fuerzas históricas
pretenden renovarse y repuntar el peso de la larga noche oscura de la
URSS y sus atrocidades. Gramsci también estaba en el centro del
problema para ellos. Y todos aprendieron de Gramsci, hasta el general
Franco y hasta Pinochet en Chile. La izquierda europea de entonces se
conformó con eso, y deducieron que, si Gramsci era temido, debía
ser amado por los oprimidos. Craso error, evidente falacia. Todo
terminó donde debía terminar: en el marxismo filosófico y atípico
de Toni Negri y el “operaismo”, el trompetazo final de la marcha
fúnebre del “gramscismo” italiano.
No
queremos dar una solución al problema teórico (de largo aliento) de
si Gramsci es o no la prefiguración del eurocomunismo. Para invitar
al problema, una frase del propio Gramsci hará falta: “Una
teoría es realmente ‘revolucionaria’ en la medida en que es un
elemento de separación y de distinción conciente entre dos campos,
en cuanto es un vértice inaccesible al campo adversario”.
Está claro que, si las nociones gramscianas de hegemonía, sociedad
civil-sociedad política, guerra de posiciones, revolución pasiva,
organismo y opinión pública, y todos los conceptos encontrables en
cualquiera de los “dizionarios gramscianos” que se han escrito en
Italia, sirvieron efectivamente al “experimento teórico” que
sucede al eurocomunismo o que explota con él, es por una razón
mucho más compleja que el tan mellado argumento de la “manipulación
socialdemócrata” de las obras de Gramsci que algunos gramscianos
de ultraizquierda aducen lisa y llanamente (vease Néstor Kohan, Marx
en su (tercer) Mundo).
Es porque, efectivamente, la teoría de Gramsci es revolucionaria
pero no se ha constituído jamás en un vértice
inaccesible
al campo adversario. Para que tal cosa suceda, para que la
terminología gramsciana salga de su estado de prostitución teórica
y pase a configurar una verdadera toma
de partido
en términos ideológicos y políticos, es necesario refundar el
pensamiento gramsciano, revisarlo de arriba a abajo y realizar un
esfuerzo de reconstrucción sin precedentes que haga de Gramsci un
elemento de “distinción y separación” entre dos campos. Será
necesario, efectivamente, volver a introducir a Marx en Gramsci, más
allá de su filiación teórica reconocible.
Volver
a preguntarse, ¿es realmente Gramsci un pensador socialista, o
comunista?, es una tarea importante. Ningún “dizionario
gramsciano” o uso de manual de los conceptos de Gramsci asegura
algún tipo de éxito. Antes, la pregunta por sus condiciones
teóricas, por el
marxismo
de Gramsci: ¡tremenda pregunta que se hacían los gramscianos serios
de Italia, como Cesare Luporini o Cerroni! Sólo así podremos saber
si el índice subversivo y anticapitalista del pensamiento del
pensador turinés, es realmente el esperado por la derecha y la
izquierda. De lo contrario, puede que sea un signo del estado de
composición o descomposición de nuestras propias fuerzas, tal como
en la ruda época en que Carrillo dejó de ser estalinista y amigo
del garrote ruso, y se convirtió a la revolución de las flores y el
eurocomunismo más suave, marginando del “Partido” a los
“gloriosos cuadros” que en el pasado cumplieron sigilosamente
cada uno de sus pesados dictámenes sovietológicos.