miércoles, 23 de abril de 2014

Gramsci y los signos


Una teoría es realmente ‘revolucionaria’ en la medida en que es un elemento de separación y de distinción conciente entre dos campos, en cuanto es un vértice inaccesible al campo adversario

Gramsci

Reincorporado al panteón de los marxistas clásicos, después de que cierta ortodoxia soviética pretendiera su expulsión, Antonio Gramsci es desde los años 60', uno de los autores que más polémica ha causado en el campo del marxismo. Aunque no se puede hablar, propiamente, de un “marxismo gramsciano”, con toda seguridad existe una reinvención gramsciana de la política comunista, sobretodo después de que el secretario general del PC Italiano, Palmiro Togliatti, sacralizara su figura en un nuevo “embalsamamiento teórico” europeo, y posteriormente el eurocomunismo convirtiera a Gramsci en una suerte de “autor tácito” de la herejía que el triunvirato Carrillo-Berlinguer-Marchais hiciera famosa. Son conocidas las premisas políticas de esta herejía (aunque no se haya trabajado suficientemente sobre sus premisas teóricas, seguramente las más tristes para la tradición de los oprimidos): abandono del centro soviético para fundar un nuevo centro europeo-occidental, revisión de la teoría leninista del estado y promoción de una política basada en la “vía democrática” y el compromiso con el centro político. Más claro echarle agua, la reinvención eurocomunista es en realidad una revisión eurocentrista de la política de frente popular adoptada por los partidos comunistas del mundo entero después de la segunda guerra mundial. Una revisión que reivindica, una revisión que reinstala la necesidad de una nueva “gran alianza” de clases. Solo que, esta vez, “sin Lenin porfavor, muy subversivo. Hablemos mejor de Gramsci”.

1977: El periódico oficial del comunismo soviético, Pravda, el mismo día en que se reunieron en Madrid los grandes líderes de los tres partidos comunistas del centro de Europa, señalaba: “Es imposible llegar al socialismo desde la democracia burguesa”. Casi como si Brezhnev, uno de los estalinistas más sui-generis de la historia, quisiera decir “el frentepopulismo está bien, pero en colores soviéticos”. En palabras más honestas y más “maquiavelas”, se trataba de que los triunfos electorales sabrosos de los comunistas de Italia, Francia y España no se escapasen de las manos del coloso soviético, todavía superviviente a la crisis de producción que se avecinaba. Sin embargo, ni Carrillo ni Berlinguer podían seguir soportando los dictámenes de un Amo político situado en la periferia del centro del mundo; ellos querían gozar a toda costa los jugosos resultados de la legitimidad acumulada por el comunismo en la posguerra. Este goce de ruptura con el Padre fálico soviético fue un verdadero modo de sublimación de la falta de libertad intelectual y política con la que la URSS cargaba, pero la angustia vino al placer como la noche al día, y a más de 30 años de la experiencia eurocomunista, los partidos de Marchais, Carrillo y Berlinguer son sólo historia sin huella que perdure.

Aunque no cabe duda de sus límites, no podemos pasar por el problema eurocomunista como si se tratase de un “intento más” por pervertir la esencia casta y pura de un marxismo redentor. El eurocomunismo es una reinvención clara y consistente, y no una simple reconstrucción del proyecto socialdemócrata alemán, como piensan algunos (Bernstein y Kautsky son igual a Carillo más Marchais, etc.). Si bien, se puede demostrar de mil maneras que el eurocomunismo no se desplaza un ápice de lo que podríamos llamar “el horizonte de época del frente popular europeo”, el tratamiento delicado que hace de problemas como el Estado, la teoría del Partido, la democracia, las superestructuras políticas, las clases sociales y el famoso problema de la “transición” al socialismo, nos priva de considerarlo un simple experimento de rehabilitación socialdemócrata más. En efecto, el eurocomunismo dio a luz importantes textos sobre el problema de la democracia y el estado en el marxismo, tales como Eurocomunismo y Estado, del propio Carrillo, L'alternativa comunista de Berlinguer, y también autores que se podrían situar en lo que llamaríamos “eurocomunismo de izquierda”, como Pietro Ingrao o el talentoso Nikos Poulantzas. Y es aquí donde, en forma inevitable, nos vemos confrontados con Gramsci. La cita a Gramsci es recurrente en los autores conocidos por su filiación “euro” y abundan los artículos que llevan por título “Gramsci y el eurocomunismo” y sus variables. Ahí está el libro de Norberto Bobbio para testificarlo: la teoría gramsciana de la hegemonía sería una anticipación a la lectura eurocomunista del problema de la democracia y el papel del partido.

Recientemente los diputados de la extrema derecha chilena declararon su voluntad de estudiar a Gramsci y entender el aporte que este ha hecho en la reconstrucción de un arsenal de herramientas de análisis teórico y político a la izquierda. Lo hacen en un contexto similar al de 1977 y la cumbre eurocomunista de Madrid: una izquierda dispuesta a orientar sus esfuerzos en el centro y una derecha excesivamente temerosa de tal estrategia. En ese momento, las fuerzas que históricamente ocuparon el espacio centrista de la socialdemocracia europea, ensayaron la siguiente fórmula: Carter y Brezhnev están igual de podridos con el surgmiento del eurocomunismo. Se trata de una nueva zona, un nuevo estratagema con el que fuerzas históricas pretenden renovarse y repuntar el peso de la larga noche oscura de la URSS y sus atrocidades. Gramsci también estaba en el centro del problema para ellos. Y todos aprendieron de Gramsci, hasta el general Franco y hasta Pinochet en Chile. La izquierda europea de entonces se conformó con eso, y deducieron que, si Gramsci era temido, debía ser amado por los oprimidos. Craso error, evidente falacia. Todo terminó donde debía terminar: en el marxismo filosófico y atípico de Toni Negri y el “operaismo”, el trompetazo final de la marcha fúnebre del “gramscismo” italiano.

No queremos dar una solución al problema teórico (de largo aliento) de si Gramsci es o no la prefiguración del eurocomunismo. Para invitar al problema, una frase del propio Gramsci hará falta: Una teoría es realmente ‘revolucionaria’ en la medida en que es un elemento de separación y de distinción conciente entre dos campos, en cuanto es un vértice inaccesible al campo adversario”. Está claro que, si las nociones gramscianas de hegemonía, sociedad civil-sociedad política, guerra de posiciones, revolución pasiva, organismo y opinión pública, y todos los conceptos encontrables en cualquiera de los “dizionarios gramscianos” que se han escrito en Italia, sirvieron efectivamente al “experimento teórico” que sucede al eurocomunismo o que explota con él, es por una razón mucho más compleja que el tan mellado argumento de la “manipulación socialdemócrata” de las obras de Gramsci que algunos gramscianos de ultraizquierda aducen lisa y llanamente (vease Néstor Kohan, Marx en su (tercer) Mundo). Es porque, efectivamente, la teoría de Gramsci es revolucionaria pero no se ha constituído jamás en un vértice inaccesible al campo adversario. Para que tal cosa suceda, para que la terminología gramsciana salga de su estado de prostitución teórica y pase a configurar una verdadera toma de partido en términos ideológicos y políticos, es necesario refundar el pensamiento gramsciano, revisarlo de arriba a abajo y realizar un esfuerzo de reconstrucción sin precedentes que haga de Gramsci un elemento de “distinción y separación” entre dos campos. Será necesario, efectivamente, volver a introducir a Marx en Gramsci, más allá de su filiación teórica reconocible.

Volver a preguntarse, ¿es realmente Gramsci un pensador socialista, o comunista?, es una tarea importante. Ningún “dizionario gramsciano” o uso de manual de los conceptos de Gramsci asegura algún tipo de éxito. Antes, la pregunta por sus condiciones teóricas, por el marxismo de Gramsci: ¡tremenda pregunta que se hacían los gramscianos serios de Italia, como Cesare Luporini o Cerroni! Sólo así podremos saber si el índice subversivo y anticapitalista del pensamiento del pensador turinés, es realmente el esperado por la derecha y la izquierda. De lo contrario, puede que sea un signo del estado de composición o descomposición de nuestras propias fuerzas, tal como en la ruda época en que Carrillo dejó de ser estalinista y amigo del garrote ruso, y se convirtió a la revolución de las flores y el eurocomunismo más suave, marginando del “Partido” a los “gloriosos cuadros” que en el pasado cumplieron sigilosamente cada uno de sus pesados dictámenes sovietológicos.