“Sería por cierto muy fácil de hacer si la lucha sólo se
aceptase con la condición de que se presentaran perspectivas
infaliblemente favorables”
Karl Marx
Es la
imposibilidad de articular la mirada histórica (si se quiere,
historicista) y la realidad misma la que, en cierta medida, nos
invita a dejar lo que llamaremos el fatalismo de la repetición
histórica. Este fatalismo consiste en cierta lógica: ya que las
cosas se han repetido determinado número de veces, no cabe ninguna
posibilidad de que, en el presente, sean de otro modo. Corresponde a
un argumento típico de las teorías de la predestinación absoluta
que, de hecho, funcionaron como un soporte ideológico importante del
capitalismo, en el marco de lo que Weber llamó “ética
protestante”. En una de sus variaciones, esta forma moderna de
historicismo nos conmina a pensar lo que la filosofía de la historia
kantiana llamaba “el continuo progreso hacia lo mejor”. Hay
repetición, pero en esa repetición existe una especie de tendencia
hacia la superación, tendencia en todo caso jamás consumable
en ningún estado ideal (el horizonte de posibilidad siempre es un
'horizonte' y ninguna una 'meta final' realizable). Finalmente, este
pensamiento diacrónico tiene su veta más amable en cierta
escatología de la praxis humana: un fatalismo antropológico,
porque indicaría que la práctica de determinados sujetos humanos
evitaría la consumación del apocalipsis. En este sentido todo el
pensamiento humanista prefigura la lucha prometeica contra el
designio de los dioses. Carl Schmitt tenía razón: los conceptos de
la política son, en muchas ocasiones, conceptos teológicos
secularizados. Para nosotros, sin embargo, la cuestión consiste no
sólo en descubrir los nexos (que si los hay, o al menos
debería haberlos) entre
teología y política, sino también las diferencias específicas y
las distancias insalvables entre ambos campos.
El
argumento que ha expuesto Luis Thielemann respecto al problema de la
asamblea constituyente (en su artículo titulado “Pesimismo de la
razón histórica”)1
sigue más o menos la pista de esta mirada fatal. Él lo llama de
otro modo: pesimismo. Diríamos, para responder a esta transmutación
conceptual, que el pesimismo es, en cierto modo, una reivindicación
volitiva del fatalismo: mientras que el orden del apocalipsis opera
en la totalidad del ser, o en el misterio de la obra divina, el
pesimismo funciona como la marca actitudinal de la “razón”
humana. La reivindicación de la frase de Gramsci (“pesimismo de la
razón, optimismo de la voluntad”) parece ser así, doblemente, la
inyección del fatalismo en el seno de la razón, y la infundición
de ánimos a la disposición afectiva del cuerpo – la voluntad. En
realidad, después de Spinoza, se sabe que esta distinción estricta
(aunque sólo sea en un sentido metodológico, como gustaba decir a
Gramsci) entre afectividad y razón, entre racionalidad y afectio,
y finalmente entre mente y
cuerpo, es una mueca fundamental de la racionalidad burguesa,
cartesiana, que domina toda la modernidad. La razón misma está
compuesta, en un grado que casi nunca alcanzamos a ver, por esta
serie de composiciones afectivas. La distinción entre “entes de la
razón” y “entes de la imaginación” en Spinoza, por ejemplo,
está destinada a esclarecer que, en los hechos
que él mismo convoca (en su ontología política), los entes
de la imaginación son
justamente aquellos que nos figuran la razón como algo
independiente, autosuficiente y desconectada de una topología
afectiva que siempre excede al sujeto. Maquiavelo, asimismo, veía
que la ciudad, el estado, es el “efecto” de una serie de humores
contradictorios, “apetiti diversi”: Toda política es, desde este
punto de vista, un uso político de las pasiones.
La
frase de Gramsci debilita esta relación entre razón y pasión y
entre política y afectos. Pero en un sentido aun más profundo, el
“pesimismo de la razón histórica” añade un componente más al
racionalismo gramsciano. El sentido de lo “histórico” aparece
aquí asignando un valor a la función de la razón: ver en la
historia los elementos de su propia tendencia hacia el fracaso. La
historia indica el signo de los tiempos y anticipa el sentido del
presente fijo. Lo paradójico, en cierto sentido, es que este
pesimismo no se establece frente al objeto mismo de la historia, sino
frente a la coyuntura.
La historia, de este modo, sería un dispositivo adecuado para
comprender determinada coyuntura.
Frente
a este modelo de temporalidad, los análisis del capitalismo
desarrollados por Marx en El Capital
proponen un tiempo heterogéneo, disyunto
como diría Derrida, no sucesivo (diacrónico) y no fatalista
(progresivo o apocalíptico). Al analizar las diversas esferas u
órbitas de la producción capitalista como estructuras autónomas e
interdependientes a la vez, en el marco de una armazón teórica
determinada – y no de un relato “histórico” de la modernidad
capitalista – Marx ha promovido un tipo de lógica que es, al mismo
tiempo, la superación radical de la dialéctica lineal de la
historia, y la no-contemporaneidad de los diversos sujetos que están
arrojados al torrente de la autovalorización del capital. Sin
ninguna lógica de todas las lógicas, y sin ninguna historia de
todas las historias, Marx ha roto con el círculo de la filosofía
misma entendida como “optimismo” de la razón. Y sin embargo,
ningún “pesimismo” de la razón puede ser alternativa real,
tanto en términos teóricos como políticos – aunque ambas cosas
se junten, ya que hablar de “pesimismo” de la razón por
contrapartida a algún optimismo del siglo de las luces, no
consistiría, a nuestro juicio, algo más que una inversión de los
términos que deja a la todopoderosa razón humana en el lugar de
Dios (como siempre ha sucedido en el humanismo occidental, en todo
caso). Por otra parte, un “optimismo de la voluntad” indica una
desagradable tautología: ¿qué tipo de voluntad es aquella que sólo
espera que las cosas salgan mal, una voluntad
porque las cosas salgan mal?, ¿una voluntad de la “mala voluntad”?
La cita gramsciana no resuelve nada. Consituye, más bien, la señal
casi intuitiva de que en los tiempos de “reflujo”, o de
“revolución pasiva”, la actitud correcta frente a la coyuntura
es la del realismo político. La agregatura de lo histórico a esta
señal es por ello la emergencia de un realismo historicista.
Aunque
parezca extraño, este tipo de discusiones entre realismo
historicista, optimismo de la razón o racionalidad crítica, lo que
hacen en la política es “poner la carreta delante de los bueyes”.
Si se observa, por ejemplo, la noción maquiaveliana de fortuna, se
verá que el florentino no tenía la intención de fundar un modo de
racionalidad específico, una especie de “razón práctica pura”,
para después pensar
la política. Tampoco se trataría de un empirismo simple, de una
observación de lo que sucede.
El concepto de fortuna actúa directamente sobre la política porque
concibe, de hecho, que la política es una ciencia autónoma y que,
más allá del diálogo que pueda sostener con otras disciplinas (que
de hecho en la filosofía de las ciencias se llaman “auxiliaries”),
tiene sus propios conceptos y su propio objeto, sin la intermediación
de alguna racionalidad previa, todopoderosa y omnicomprensiva. La
pregunta no es, entonces, para el pensamiento político en general,
cómo adquirir una sustancia racional previa que nos permita asumir
la postura correcta.
La pregunta es más bien por el tipo de conocimientos y herramientas
que necesitamos para entender la coyuntura, lo que de hecho en
Maquiavelo tiene un nombre específico: “los tiempos y las cosas”.
En
sus famosas Tesis sobre el concepto de historia,
Walter Benjamin concebirá doblemente el tiempo-otro que abre una
revolución, o una transformación, como tiempo mesiánico e
interrupción del “continuum” (“hacer saltar el continuum
de la historia”). Se trata de una temporalidad de la disrupción. A
su vez, ese tiempo no es el tiempo por-venir, infinitamente distante,
que debemos esperar: la venida del mesías está regada en el tiempo
homogéneo en el que acontecen las cosas, en el tiempo mismo del
capital. En un tono similar, otro filósofo judío de la primera
mitad del siglo XX, Giorgy Lukács, interpretó el pensamiento de
Lenin como un pensamiento acerca de la “actualidad” de la
revolución. La frase “la revolución está a la orden del día”
se puede pronunciar cada mañana sin temor a equivocarnos. Creemos
que tanto Benjamin como Lukács están en lo correcto: Lenin pensaba
la revolución como un tema profundamente actual, un problema del
tiempo-ahora. En el capitalismo están regadas las astillas de su
propia destrucción (véase, sin ir más allá, la tremenda tentativa
de Marx de ver en la cooperación
capitalista una antesala de la cooperación
socialista), tal como en el presente late el día del juicio final en
cada segundo. En 1917, Lenin plantea que la asamblea constituyente
era una forma de dar continuidad a la democracia burguesa. Pero eso,
decimos, sólo lo puede plantear porque tiene tras de sí una serie
de dispositivos contra-institucionales, un verdadero contra-estado
(el “poder soviético”) y una coyuntura especialmente
revolucionaria. El llamado a tomar “el cielo por asalto” es
siempre posible, a condición de que se entienda, de hecho, que el
cielo de hoy puede ser justo el barro de mañana, y que como decía
Marx, las metas que se propone alcanzar la humanidad en determinado
grado de su desarrollo, son las metas que de hecho puede
cumplir. De este modo, la dicotomía entre realismo y voluntarismo al
interior de la razón queda caduca. La razón debe ser a la vez
voluntad y realismo, o para decirlo en otros términos: el realismo
de la razón es su voluntad de tomar el cielo por asalto cada tarde.
Y
sin embargo, el cielo nunca es el mismo. La coyuntura, que indica
aquellas metas que el Príncipe puede
cumplir, cambia de forma, es contingencial. La coyuntura de ayer no
es la misma, tampoco, que la de hoy. Entonces hay que pensar del
siguiente modo: Podemos interrumpir el neoliberalismo, sólo inmersos
en la coyuntura. El llamado a un “proceso constituyente” por
parte del bloque dominante en Chile tiene obviamente
la intención de reconfigurar su hegemonía, resquebrajada por el
nuevo relato anti-lucro instalado desde el 2011, y la deslegitimación
de lo que Poulantzas llamaba “burguesía de estado”, y en un
rango menos teórico, algunos llaman “clase política”. La
pregunta entonces no es, acorde a la coyuntura, como evitamos un
proceso como este: nuestras fuerzas son todavía insuficientes para
detener cualquier cosa que venga del aparato de estado-gobierno. Para
plantearlo en los términos de Lenin, los de arriba ya no
pueden y los de abajo ya
no quieren, pero esta cuestión,
el malestar, no adquiere los rasgos de un Poder Constituyente
alternativo para Chile. La complejidad de la coyuntura parece no
avizorar respuestas. Sólo para terminar, quisiera entregar dos
“pistas” (aunque claro, no tenga ninguna respuesta real bajo la
manga: pistas en sentido casi ontológico): Lo primero es que, en un
tono lukacsiano, la revolución está siempre
a la orden del día, por tanto el cielo que nos proponemos alcanzar
(la reconstrucción del poder constituyente ciudadano, antineoliberal
y democrático), no puede ser otro que el que la coyuntura nos
ofrece: este proceso constituyente
simulado y espurio, patrocinado por el centro neoliberal en el
gobierno. En buen chileno, “es lo que hay”. Lo segundo, citar a
Jean Salem, a quien considero uno de los comentaristas contemporáneos
más notables sobre Lenin. Salem indica que uno de los aspectos
centrales del pensamiento leninista es el hecho de que “los
revolucionarios deben saber crear la ocasión
o, al menos, saber aprovecharla (…) Lenin escribió al final de su
vida que Napoleón decía “Nos lanzamos y después... vemos”.2
Es el acto mismo de “lanzarse” el que funda otra
racionalidad para otra
coyuntura histórica. De eso se
trata, de lanzarse, con todas las fuerzas objetivas
con las que contamos, a la captura
de este proceso constituyente, por más caricaturesco que sea.
Estrictamente, no tenemos nada que perder.
1 http://www.redseca.cl/?p=5507
2 Jean
Salem, Lenin y la revolución, Madrid,
Península, 2010, p. 61