martes, 30 de abril de 2013

Reflexiones sobre el Partido y el Estado



No tenemos una claridad sobre la actual coyuntura y sus desafíos, por la falta de claridad teórica sobre el problema del Estado

Nos enfrentamos a una coyuntura en la que la izquierda tiene la oportunidad histórica de ir “copando” espacios de dirección y gobernanza estatal, para poner a andar esos “engranajes” en función de los objetivos de la lucha por el socialismo. Y sin embargo, enfrentamos esa coyuntura sin una claridad teórica respecto al triple problema que implica el actual desafío; el problema de la vinculación del Partido con el Estado, del Estado con las “masas” y las clases populares, y de las clases populares con el propio Partido. Sea o no un partido el que llegue a ocupar puestos en la superestructura estatal burguesa, es evidente que aun una alianza o bloque con vocación hegemónica y socialista que aspire a obtener cuotas de poder en el estado neoliberal, se comporta, en los hechos, como Partido. Por eso diremos que, en rigor, cuando las fuerzas revolucionarias que actúan en la sociedad pretenden disputar espacios de poder ubicados en la superestructura estatal burguesa, nos enfrentamos al problema general de la lucha por el Poder o la “estrategia”, por lo tanto al problema político de la conquista del poder por parte del Partido revolucionario.

No es un marasmo ni un dogmatismo plantear las cosas de esta manera. Asumir los nombres propios del problema al que nos enfrentamos era una práctica común para el marxismo en la primera mitad del siglo XX; a nadie se le hubiese ocurrido, en el contexto de El Capital, llamar al proletariado “pueblo pobre” porque, evidentemente, a nuestros antecesores políticos la falta de rigor teórico les incomodaba mucho más que a nosotros. Ellos sabían que una equivocación teórica implicaba necesariamente un error político. 

Debemos superar el concepto restricto e "instrumental" de Estado heredado del leninismo clásico, aunque partiendo de él

La primera cuestión que debemos despejar es el tipo de Estado con el que nos encontramos cuando el Partido accede a algunos de estos “engranajes”, o mejor dicho, dispositivos del poder estatal. Por lo tanto, la pregunta pasa por la definición del estado como tal; ¿es el estado una “máquina de opresión” de una clase sobre otra? Como diría Carlos Nelson Coutinho, esta definición es absolutamente restrictiva; encuentra sus limitaciones en el hecho práctico de que la burguesía no “posee” la maquinaria estatal como quien posee una espada, o un arma. Es, de hecho, la definición clásica que Foucault llamó “jurídico discursiva”, y en la que el Estado es un poder u objeto poseído por determinada clase, que habría que tomar como quien toma un puesto de policía. Evidentemente, como marxistas no podemos estar de acuerdo con la mirada “neutral” del Estado, el Estado es un estado de clase, pero no vulgarmente. No es la pistola de la burguesía, por más que esta posea “el monopolio de la violencia”. De hecho, este análisis, como señala Nikos Poulantzas en su brillante artículo “Preliminares al estudio de la hegemonía en el estado”, no es marxista en sentido estricto, ya que constituye una simple extrapolación de la polaridad burguesía/proletariado – que como se sabe es la consecuencia de un análisis profundo sobre la acumulación de capital, en el plano político. 

La definición del Estado como “máquina de opresión”, debe ampliarse positivamente porque, de hecho, la pura definición “negativa” de las cosas es, como dice Mao, idealista. Por otra parte, el acento en la parte represiva, quita de vista eso que Gramsci denominó “consenso” y que es parte constitutiva de la actividad estatal. Poulantzas va más lejos y plantea que “el Estado político no traduce al nivel político los “intereses” de la clase dominante, sino la relación de esos intereses con los de las clases dominadas, lo que quiere decir que constituye precisamente la expresión “política” de los intereses de las clases dominantes”. Digámoslo de modo más fácil: el Estado burgués “traduce” los intereses de las clases dominantes en ideología, en “consenso”, en “sentido común”, o, para decirlo contemporáneamente, en formas de “saber-poder”, en un poder político integrado en la subjetividad de los individuos. A este aspecto consensual del estado Poulantzas llamó ‘universalizante’. El estado, para decirlo en términos aun más marxistas, hace aparecer los intereses particulares de la clase dominante como intereses universales atingentes a la propia clase dominada. 

Por eso es que no se puede tener, menos hoy, una mirada restrictiva del Estado, como la que incluso Lenin a veces retoma en El Estado y la revolución, un texto clásico en la comprensión del problema.

Sacar lecciones históricas es una práctica leninista, en Chile no hemos tomado en serio esta tesis

Las lecciones extraídas por Lenin a partir de la experiencia de la revolución de 1848 y la Comuna de París en Francia, y reflejadas en la hipótesis de que el proletariado habría de “destruir” la maquinaria estatal inaugurando un nuevo estado de transición “en proceso de extinción”, pueden ser hoy comparadas con las lecciones que debemos sacar de las múltiples transformaciones por las que ha pasado el Estado chileno desde 1973’. Una de las primeras consecuencias de lo que Pablo Ruiz-Tagle llama “República Neoliberal”, es un desmembramiento del aparato burocrático estatal en múltiples dispositivos de control, y al mismo tiempo, una jibarización relativa de las tareas estatales en el proceso de “reformas estructurales” emprendido por Pinochet. Es el caso de la enseñanza primaria y secundaria, el surgimiento de entidades de educación superior, etc. La tesis althusseriana de los colegios y universidades como “aparatos ideológicos de estado” juega un papel central en la comprensión de lo estatal “ampliada”, no restrictiva, del problema estatal. En efecto, el estado neoliberal chileno funciona como un todo, como una “totalidad” social neoliberal en la que las universidades, el “mundo privado” y los servicios “públicos” altamente privatizados, son aparatos del estado neoliberal aunque no dependan en los hechos del tronco estatal. La pregunta, en resumidas cuentas, es ¿a qué tipo de estado nos enfrentamos?

La tarea sigue siendo en el largo plazo destruir el aparato estatal burgués, y en el corto, transformar el estado neoliberal en una guerra de posiciones

Es de suma importancia que emprendamos una distinción entre Partido y Estado precisa y exigente. Esta distinción es una necesidad a la luz de los errores del llamado “socialismo real”, que fusionó Partido y Estado en una amalgama burocrática que, finalmente, fue una de las causas del desmoronamiento del proyecto revolucionario en Europa. ¿Sigue siendo correcta la tesis de “destrucción del aparato estatal”?, y ¿sigue siendo posible la estrategia de la “dualidad de poderes” como forma de generar el estallido revolucionario? Estas son dos preguntas que han rondado el debate teórico político en el marxismo contemporáneo. Pensamos que si, que pese a que el estado sea mucho más que una “máquina de opresión” al servicio de una clase, su estructura misma debe ser transformada en función justamente de su destrucción como aparato estatal burgués. Este camino, sin embargo, es procesual. No hay ningún “acontecimiento” con mayúsculas, que pueda barrer el aparato estatal en cosa de días, meses o años. 

Lo que hace el modelo estatal contemporáneo es generar una “red de organismos de masa” (Carlos N. Cautinho) cada vez más diversificada y plural, cuyo objetivo principal es desplegar la dimensión ideológica de la dominación del capital. En Chile, el municipio, como forma local del aparato estatal, es una de las formas en que la reconstrucción autoritaria del Poder político-estatal llevada a cabo por la dictadura, se materializa en la “comuna”, unidad administrativa menor a la ciudad. Asimismo, la red clientelar de organizaciones “de la sociedad civil” que merodean los aparatos de estado en busca de recursos, constituyen aparatos semi-estateles (aunque se declaren no-gubernamentales) de baja intensidad. Esta peculiaridad del estado contemporáneo hace que la tesis gramsciana de la “guerra de posiciones” como modo de efectuar la lucha revolucionaria, sea absolutamente correcta, en el contexto en que cada una de estas células estatales constituye una verdadera “posición” en la que debemos instalarnos. Este tipo de problema nos lleva a responder la segunda pregunta; ¿es todavía posible la dualidad de poderes? Como se sabe, la estrategia de los bolcheviques estuvo marcada por este “poder paralelo” ubicado en el bloque o alianza de clase opuesta al gobierno de la burguesía. En general, la estrategia socialista ha seguido este esquema, aunque con una leve inclinación hacia lo militar después de la revolución China. 

El Partido debe mantenerse "a distancia" del Estado neoliberal aunque integre espacios de su edificio, y mantener la doble estrategia de guerra de posiciones en el estado, y conquista de la hegemonía entre las masas y las organizaciones populares

El Estado neoliberal, tal como está constituido, sigue siendo una expresión de la burguesía trasnacional en Chile, y como tal, su marco regulatorio y su propia estructura de funcionamiento, refleja la relación de los intereses de la burguesía con las clases dominadas. Su apariencia de universalidad y los guiños de ciudadanía que hacen los aparatos de estado de vez en cuando, hoy se ven resquebrajados con la irrupción del movimiento social. Es esta situación la que actualiza la estrategia del doble poder, y nos exige una doble estrategia: de obtención de espacios de poder en el vórtice estatal, y de generación de espacios “de doble poder” o de poder popular. Como dice Poulantzas: “El problema esencial de una vía democrática al socialismo (…) consiste en concebir una transformación radical del Estado mediante la articulación entre la ampliación y la profundización de las instituciones de la democracia representativa, y la explicitación de las formas de democracia por la base y la proliferación de focos autogestionados”. 

Esto implica mantener al Partido a distancia del estado, pero luchando por controlar espacios de él. Cuadros del nuevo bloque hegemónico debiesen integrar los aparatos de poder estatal, pero el partido mismo debe mantenerse autónomo de la administración estatal. Y es más: el partido debe mantener una política de alianzas autónoma de la burguesía, por más que pequeñas concesiones posibiliten ocupar pequeñas posiciones de poder. Es decir, el avance micropolítico en materias de administración estatal, así como el acceso a cupos de poder en el parlamento, no debe ser confundido con la política de alianzas del bloque hegemónico de las clases dominadas. Por eso es que la doble estrategia enunciada por Poulantzas tiene sus límites en el plano de la construcción del nuevo bloque hegemónico. Así como la estrategia leninista de “usar el garrote” de la máquina de opresión burguesa para oprimir a la propia burguesía y luego “tirar a la basura” ese garrote para extinguirlo (tal como está expuesta la cuestión en un bello texto sobre el Estado que escribió Lenin en 1920), es una simplicidad con un enorme contenido político, pero de escasa efectividad teórica. De hecho, no fue lo que hicieron los bolcheviques en el poder: ellos se dieron cuenta al poco andar como el “garrote” de la “máquina de opresión” se volvía contra ellos. La función del Partido es reconstruir el bloque hegemónico y edificar una base popular organizada que pueda sostener el proyecto socialista, conquistar la hegemonía en el seno de las masas; la integración de espacios de poder en el Estado neoliberal sigue estando al servicio de esa función general, y no viceversa. El Partido es un instrumento de lucha por el socialismo, no un trampolín para llegar al Estado neoliberal dejándolo intacto. 

La izquierda no se ha recompuesto de la derrota de la dictadura, ni existe un "bloque hegemónico". Sin la reconstrucción de ese proyecto no hay socialismo posible

Indicamos un camino de cierta “pureza”, quizás. Esa es la pureza del espacio partidario, que debe actuar en varios frentes. Volvemos al principio, a la triple cuestión que implica disputar espacios de poder en el estado neoliberal: (1) relación del Partido con el Estado, que debe ser de integración, pero de mantención absoluta de la autonomía de lo partidario como tal, (2) relación del Estado con las “masas”, en la que los múltiples dispositivos micropolíticos, segmentados y flexibles del estado neoliberal posmoderno deben ser “inundados” de contenido socialista, lo que tarde o temprano desatará una contradicción entre las “relaciones de producción de la política” comunista y el “modo de producción de la política” neoliberal y (3) la relación de las clases subalternas con el Partido, que debe seguir constituyendo órganos de autogestión y poder popular, propiciando la construcción de un nuevo “frente único” o “bloque hegemónico” de las clases subalternas, antineoliberal y profundamente revolucionario. Lejos, el problema siempre seguirá siendo el de la estrategia del Partido, la guerra de posiciones en los órganos de democracia representativa no nos exime de la guerra de posiciones políticas en el vínculo imprescindible con las masas. 

Mientras la izquierda no se recomponga en Chile como “bloque hegemónico”, integrando en su seno a las organizaciones populares y avanzando en la generación de una explanada de “alianzas por la base” con la clase obrera y el conjunto de los oprimidos, y “alianzas por el vértice” con fuerzas políticas antineoliberales, no habrá en Chile proyecto socialista. La reconstrucción de este proyecto depende del “uso político” que demos a la triple relación mencionada. Por ahora, recibir las espadas melladas de la burguesía sin un bloque social-popular puede implicar incluso absorber la totalidad de las fuerzas partidarias en la selva de la gestión neoliberal, en vez de salvaguardar a nuestros cuadros, que son pocos, en la reconstrucción del bloque hegemónico socialista y antineoliberal que Chile requiere.

domingo, 14 de abril de 2013

Caminos de la izquierda


Los cambios que experimenta América Latina demuestran dos cosas, básicamente. En primer lugar, que las sociedades, tal como pensaba Karl Marx, no se proponen tareas "que no puedan cumplir" en el marco de sus propias condiciones nacionales. Efectivamente, una sociedad genera transformaciones en el marco de sus propias "condiciones estructurales", o para decirlo de forma más fácil, en el contexto de sus instituciones políticas, su propio "sentido común" o ideología, y evidentemente de su estructura social de clase. Si la estructura social predominantemente campesina de Bolivia hubiese dado a luz una revolución ciudadana urbana, modernizadora y occidental, probablemente se hubiera enfrentado al fracaso en una sociedad indígena, cuya máxima expresión ideológica es el indianismo, "filosofía cósmica", como diría Fausto Reinaga, quien transitó desde el marxismo hacia el indigenismo radical en Bolivia. En segundo lugar, esta serie de procesos han demostrado la viabilidad de la estrategia electoral, y el fin de la llamada “estrategia guerrillera”  de instauración de focos militares en disputa con los aparatos de defensa del estado.

Si observamos el siempre difícil “caso chileno”, nos queda claro que la vía al socialismo que emprendió el Frente Popular en los años 30’, y que culminó en el triunfo de la Unidad Popular en 1970, fue absolutamente indicativo respecto de la coyuntura actual en América Latina: fue el primer proceso revolucionario electoral triunfante después de la República de Weimar que se proponía cumplir verdaderamente un programa de transición al socialismo en el marco de la estructura estatal burguesa. Es central considerar que parte importante de las fuerzas que componían ese proyecto tuvieron un viraje radical hacia la derecha en el curso de los años 80’ y 90’, llegando a convertirse en un subproducto ideológico del neoliberalismo. Las fuerzas políticas que se mantuvieron al margen de esa reinvención neoliberal de la izquierda chilena – fundamentalmente el Partido Comunista, sufrieron el peso de la marginación política y una suerte de existencia “supervivencial” durante 15 años. El estigma de la lucha armada, la caída del muro y los socialismos reales, y también la apología de la “transición” como sinónimo de “reconciliación nacional” fueron, a rasgos generales, los “puntos de descanso” de la ideología dominante y el anticomunismo estándar que la Concertación fortaleció intencionalmente. Hoy día, con la irrupción de los movimientos sociales, esas viejas fuerzas políticas, aleccionadas por el agotamiento ciudadano, han debido adornar su discurso público integrando elementos emanados de las luchas sociales, como recuperando en la deformidad y la agonía “algo” de la unidad popular de los años 70'.

Un factor que se suma a esta nueva vuelta de tuerca en la configuración discursiva y programática del “centro político” es el llamado desprestigio de la política. Desprestigio o más bien, agotamiento de la institucionalidad política (neoliberal) desprovista de todo sentido trágico, de toda “pasión” - lo que vivimos, como diría Zizek, es una suerte de política descafeinada; desprovista de su esencia que es lo trágico e incluso, lo catastrófico. Es el movimiento por la educación el que ha recuperado la dimensión trágica de lo político como tal. Seamos más claros aun: la política chilena está absorbida y consumida en el aburrimiento de lo siempre igual, de la ‘rutina electoral’ y la lucha ilusoria de dos fuerzas (derecha y concertación) que en el fondo tienen la misma opinión estructural sobre el modelo. Es la irrupción de una fuerza social sin correlato electoral directo, el movimiento social y político por la educación, lo que genera una verdadera crisis de subjetividad en la ciudadanía, que ha entendido que una política sin dimensión trágica, sin “acontecimiento revolucionario” – en términos del filósofo francés Alain Badiou, es absolutamente inútil, o a lo sumo un sistema de administración de la rutina que genera dividendos económicos a un conjunto de sujetos que pugnan por ocupar los mismos cargos.

Esta recuperación de la dimensión trágica, o en términos más claros para la teoría marxista clásica, este develamiento de las contradicciones sociales inherentes al capitalismo en el llamado “movimiento por la educación” – un movimiento transversal y a-gremial, es lo que de verdad tiene consecuencias en el panorama político nacional. La izquierda debe partir por sacar lecciones de esta coyuntura y no obviar el “movimiento social” ni relegarlo a la suma pseudo-científica de una “demostración de fuerzas”, ni caer en la trampa de escindir la comprensión de la coyuntura política en un “movimiento social” separado de “lo político”: el movimiento social, como dice Marx hacia el final de Miseria de la filosofía, siempre ha sido al mismo tiempo político. Finalmente es esta imposibilidad de separar lo político de lo social lo que nos posibilita dar la batalla electoral imponiendo una sintonía con el movimiento político social, ciudadano, que generó la crisis más grande del neoliberalismo chileno en los últimos 20 años. Cuando esa fuerza ‘ciudadana’ y ese movimiento popular irrumpen develando la “verdadera cara” del aparato estatal burgués y sus dispositivos de entrenamiento ideológico y laboral, y poniendo en crisis el modelo de reproducción neoliberal en Chile, lo que se le exige a la izquierda, como referente electoral y como elemento catalizador y de conducción de masas, es justamente que sea capaz de traducir esta fuerza política en un movimiento electoral capaz de convertir el proceso en una revolución social.

No es tan simple entender, desde una perspectiva marxista, la importancia de la lucha electoral, y más aun, el carácter revolucionario de lo electoral en determinadas condiciones. Es una investigación todavía pendiente para el pensamiento comunista, el entender cómo lo electoral se conecta efectivamente con lo político-social, o con las “tareas revolucionarias del presente”. Lo que está claro, es que esta conexión es la de una toma o asalto al poder. Disgregar nuestra comprensión del poder político a una multiplicidad de elementos sin una interconexión clara puede significar sacrificar el pensamiento leninista a la emulsión posmoderna. Por el contrario, como quería Nikos Poulantzas, lo clave para nosotros, para la izquierda, es comprender el modo en que el Estado, como fenómeno social y político, se vincula con “el conjunto de las luchas”. En ese contexto, y teniendo en cuenta que el pensamiento revolucionario es aquel que piensa la forma en que el acontecimiento revolucionario (la toma del poder de Estado por parte de las clases subalternas) puede ser precipitado y producido, lo que corresponde hoy a la izquierda chilena, en particular, es articular de un modo serio y coherente un bloque social con vocación de poder que lleve al movimiento político-social transformador que irrumpió definitivamente el 2011 al parlamento. Si no somos capaces de transformar el parlamento en una “hoguera” antineoliberal haciendo irrumpir en él por primera vez en muchos años, a actores provenientes del movimiento popular hoy en boga, entonces nuestra práctica política se apartará de los objetivos estratégicos de la lucha por el socialismo y la revolución democrática antineoliberal en Chile.