"Pero ¿en qué consiste el papel de la socialdemocracia sino en ser el "espíritu" que no sólo se cierne sobre el movimiento espontáneo, sino que eleva a este último al nivel de "su programa"? Pues no ha de consistir en seguir arrastrándose a la cola del movimiento, cosa que, en el mejor de los casos, sería inútil para el movimiento y, en el peor de los casos, extremadamente nociva. Pero Rabócheie Dielo no sólo sigue esta "táctica-proceso", sino que la erige en un principio de modo que sería más justo llamar esta tendencia seguidismo, en vez de llamarla oportunismo. Hay que reconocer por fuerza que quienes están firmemente decididos a seguir el movimiento marchando a la cola están asegurados, en absoluto y para siempre, contra la "aminoración del elemento espontáneo de desarrollo"
Wladimir Lenin, Qué hacer, problemas candentes de nuestro movimiento
El movimiento estudiantil actual parece
uno de esos estallidos de furia ciudadana, o “civil” que, pese a
su radicalidad aparente y masividad, no encaja en ningún tipo de
estructura que haga operar un “sentido”. Los movilizados de hoy
somos una fuerza inerte. Cuando Maquiavelo habla en sus discursos
sobre la historia de Florencia de los diversos humores (“apetiti
diversi”) que componen la República, el pueblo
es la pulsión central: lucha entre los que no desean ser dominados y
los que desean ser dominar, o entre los “grandes” y los
oprimidos, etc. En términos de lo que en el mismo sentido, Spinoza –
un seguidor, como se sabe, de la obra de Maquiavelo – llama
“multitud”, nosotros podemos decir hoy que esa
muchedumbre mounstrosa, que
amenaza al poder constantemente, que es su verdadero “estado de
guerra potencial” se haya hoy en una situación de peligroso
equilibrio frente al Estado, un aparato mucho más organizado y
estructurado, con funciones específicas que materializan el poder de
determinadas clases. Hoy lo que tenemos, para ser más claros, es un
tipo de movilización que, pese a su recurrencia, no adquiere ningún
tipo de consistencia. Como se sabe, esa consistencia y esa duración,
que hacen posible el tránsito hacia lo que (de forma bastante
ambigua) algunos llaman “clase para sí” (o clase consciente),
es finalmente la estructuración relativa del pueblo, de las clases
en pugna y de las fuerzas sociales que luchan.
Incluso,
quizás, las capacidades de intervenir (aunque sea performáticamente,
en el orden de “la calle”) de esta movilización crezcan. El
estado de desconcierto de la ciudadanía frente a lo que
habitualmente llamamos “política” (una mezcla entre
espectacularidad parlamentaria y burguesía de estado o, para
concederle un término a Carlos Pérez Soto, clase
burocrática) es tal, que no
cabe duda que las cosas se pueden poner peor para el centro
neoliberal que ocupa el gobierno. Las cosas todavía pueden ir más
allá, desatando el tipo de situación que describe el clásico
aforismo leninista: los de abajo ya no quieren seguir viviendo como
antes. Y sin embargo, esas intervenciones seguirán acumulando – de
proseguir el actual curso – masividad, hasta perderla y convertirse
en el largo suspiro de las masas agobiadas. En
otro plano, estas movilizaciones seguirán acumulando violencia en
ambos sentidos. Tanto Weber como Gramsci insistieron en la
particularidad política del estado capitalista; su capacidad para
detentar el
monopolio de la violencia “legítima”. Lo que Gramsci, o
cualquiera, debió haber agregado es algo que la filosofía
contemporánea (especialmente la dedicada al estudio de la soberanía)
ha señalado muy bien: el Estado no sólo produce violencia
legítima sino también terror,
actos de violencia ilegítimos que sirven para perpretar el ciclo del
monopolio “policial” de la violencia. Así, la repartición de lo
violento es una condición de la polis contemporánea, hasta que
claro, el monopolio de la violencia legítima se ve aturdido por
procesos que ya no son la producción del miedo y la reafirmación de
la bestia estatal (la policía) sino el surgimiento de una
alternativa.
Podemos,
evidentemente, tener muchos ejemplos sobre una situación como esta a
la mano. Durante el 2001, en
Argentina, se sucedieron estupendas movilizaciones que aterrorizaron
a la burguesía local. Las frases con las que Antonio Negri cierra –
en forma torpe, según vemos hoy – su texto “El trabajo de
Dionisios” se confirmaban: “El poder constituyente excluye la
existencia de cualquier tipo de fundamento que resida fuera de los
procesos de la multitud”. Es decir, fuera de la gente, nada: no
más partidos, no más vanguardias, no más “iluminados”.
Éxodo final de la multitud elegida respecto al Estado: “que se
vayan todos”, que no quede Estado, que se acabe Dios, los
partidos políticos y la
Patria, etc. Por esas fechas, también, nos golpearon las guerras del
agua y el gas en Bolivia. La frase favorita de Atilio Boron, y de
muchos intelectuales latinoamericanos que seguían su legado, era;
“en nuestro continente sabemos botar gobiernos, pero no sabemos
levantar los nuestros”. Ese tipo de impotencia de la multitud es lo
que la frase “que se vayan todos” resume. Y
ahí estamos.
La
tradición leninista es, en cambio, mucho más productiva en este
punto. Sabe, como el
excelentísimo Hobbes, que los Estados se justifican en los Estados.
Nadie necesita tanta palabrería para entender lo que Hobbes decía:
“apenas si existe un Estado en el mundo cuyos comienzos puedan ser
justificados en conciencia”. La soberanía es, sencillamente,
tautológica: no hay explicación moral posible para ella – a
menos, claro, que se trate de una soberanía fundada en el reino de
Dios, o de las propias tinieblas. Hoy día, pareciera como si una
especie de furor gramsciano hubiese invadido a la izquierda, y por
todos lados viésemos la sociedad política en el mismo nivel, en la
misma superestructura que la sociedad civil: guerra de posiciones,
articulación de espacios locales de disputa, pluralismo democrático
en acción. Y estamos dedicados a desmontar esa soberanía
cotidianamente, creando pequeñas escaramuzas que, en el arte de la
guerra, se llamarían muerde y huye.
¡Muy bien!, es lo que a la izquierda le faltaba: realismo político,
capacidad de articular una estrategia socialista eficaz dedicada a
horadar y disputar
los espacios del aparato estatal que, para decirlo con Poulantzas, se
constituyen como una red-transestatal. Pero hoy, a estas alturas,
cabe esperar que aspiremos algo más a esa soberanía unitaria, que
tiene la forma primitiva del pacto entre los judíos y Dios, y que
instituye el gobierno de Dios en la tierra.
Extraña
metáfora, pero significa, indudablemente, que la multitud debe
organizarse, o simplemente perecerá. Debe organizar su soberanía,
democrática o no - ¡en este estado de cosas, sinceramente daría lo
mismo! - para constituírse como alternativa al “reino de las
tinieblas” del neoliberalismo y su gran Leviatán, el
estado-gobierno chileno y su variopinto partidario. Recuerdo a este
respecto el debate Poulantzas-Miliband: concebir el estado a la
poulantziana es inmensamente necesario, pero que no se nos olvide
que, en última instancia un estado
es una dictadura de clase
más allá de las miles de modulaciones que esa dictadura tiene. Es
un “instrumento” aunque exprese relaciones. Y aunque fuera
indemostrable que es un instrumento
(cuestión que tiendo a pensar), la estrategia para enfrentar al
estado no puede ser, simplemente, entendida una suma de disputas o
rupturas locales aisladas las unas de las otras: debe contar con una conducción.
Para
entender mejor los nuevos procesos políticos, que parecen acaecer
como “singularidades nómadas”, “diferencias”, en
la izquierda, fuimos fusionando con demasiada facilidad la jerga
posmoderna con el análisis gramsciano de la estrategia
revolucionaria en tiempos de reflujo. Para nosotros, los hijos de la
caída del muro, fue demasiado difícil asimilar que el fin de los
grandes relatos significaba, implícitamente, el fin del único Gran
Relato que sustentaba las religiones no-teístas de la izquierda
marxista: el relato-Partido. Y entonces citas admirables como aquella
en que Marx señala que, “es lógico que los miembros de nuestra
Asociación [Internacional de los Trabajadores] aparezcan como
vanguardia”, las fuimos guardando en el tintero. Construimos,
inclusive, un poderoso significante-Amo para designar el nudo
traumático de nuestra ideología en ruinas: el “estalinismo”,
que se transformó en un poderoso medio de redención y expiación de
culpas para ex-estalinistas fanáticos como Santiago Carrillo. De
esta manera, la izquierda se echó el “Qué hacer” de Lenin al
bolsillo. Simplemente, creo que es preferible que vayamos asumiendo
esta reacción frente a nuestra propia catástrofe histórica como un
lenguaje post-traumático y no como la Verdad (aunque claro, todo
lenguaje posterior al shock, sobretodo a un shock tan grande como el
fracaso del socialismo, se articula como Verdad). Volver al “Qué
hacer” es, de hecho, la tarea principal de la izquierda chilena
hoy. Más allá de la lectura, sin embargo, aquí, en esta
conminación, se vuelve necesario mencionar dos imperativos o tareas
prácticas: (1) re-pensar la vanguardia, (2) construir la vanguardia. Y aquí hay que ser gramsciano hasta el final: esa vanguardia tiene, realmente, que devenir una fuerza hegemónica social y moral.
Puede
sonar al último mensaje del Presidente Gonzalo a Sendero Luminoso (después de, en una epifanía, haberse vuelto gramsciano y post-moderno radical),
pero es verdad. Sin una organización única de la izquierda,
independiente de la forma que tome – debe, a mi parecer, tomar la
forma democrática de un instrumento anclado
a la multitud, pero sin olvidar su condición de “intelectual
colectivo” orgánico – nuestras tareas inmediatas son más o
menos imposibles. Hemos visto
la seguidilla inconexa de consignas, prioridades y ritmos que esta
movilización tiene; desde las típicas tomas por “demandas
internas” hasta la incapacidad de visibilizar algo nuclear
del petitorio nacional de la Confech, sumado a la (histórica)
incapacidad para articularse de forma inteligente y táctica con
otros sectores. Finalmente, es claro que, en definitiva,
a esta muchedumbre social que parece tener ansias de echarlos a
todos, pero sin pensar en nadie, le falta nada más ni menos que lo
que Lenin consideraba imprescindible: conducción.
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