I
En
su famoso texto Para una crítica
de la violencia,
el filósofo alemán Walter Benjamin planteaba que la cuestión de la
violencia debía ser interrogada en el plano de los
medios,
y no de los fines
o del “sujeto” que la ejerce. “Siembre quedaría abierta la
cuestión de si la violencia, en cuanto principio, es ética como
medio para alcanzar un fin. Para su decisión, esta pregunta requiere
un criterio más preciso, una distinción dentro de la esfera de los
medios, sin consideración de los fines que le sirven”. Se
trataría, entonces, de una destrucción de la “dialéctica entre
medios y fines” que domina todo el discurso occidental acerca de
los “métodos” que sigue una acción instrumental. En resumen, de
situarse en medio de la
violencia
como un problema independiente de los “objetivos” que la originan
o, inclusive, del sujeto
que la ha desatado.
Así,
sería absurdo traducir la frase de Adorno “no se puede escribir
poesía después de Auschwitz” como “no se puede escribir poesía
después de Mein Kampf
de Hitler”. La traducción del dolor es imposible por la naturaleza
de los medios mismos, y no de los fines que persigue, o de la maldad
radical del sujeto que los ejerce.
El
aporte que ha hecho Luis Thielemann a la discusión acerca del
terrorismo debe evaluarse en este contexto. Es innegable que la
violencia terrorista en Chile ha sido patrimonio de las oligarquías,
un instrumento al servicio de las “élites” y su proyecto
hegemónico de estado y de sociedad. Sin embargo, creemos necesario
realizar una pregunta previa por la cuestión misma del terror, por
“qué significa” y cuáles son los alcances específicos de eso
que llamamos “terrorismo”. En definitiva, es necesario volver al
“reino de los medios” en el que Benjamin quería indagar la
naturaleza de la violencia, más allá de la constatación histórica,
invaluable por lo demás como aporte a la discusión, del “monopolio”
de la violencia terrorista que posee (y seguirá poseyendo) el estado
y los dueños del capital en la sociedad contemporánea.
El
problema bien podría ser indagado desde la perspectiva que tiene la
derecha respecto al tema del terror y la violencia política. Lo que
nos plantea, por ejemplo, en una carta a El
Mercurio,
publicada el domingo 14 de Septimebre, el lector Mauricio Rojas, es
la existencia de una “bondad absoluta de los fines” como
condición de cierta tendencia genocida
y asesina
existente en los sujetos cuyo pensamiento básico es la aspiración a
un mundo feliz. “Así – con la intermediación de un paraíso en
la tierra como fin específico, se forma el “criminal perfecto”
(…) que mata con premeditación y sin remordimiento, ya que lo hace
en nombre del amor y de la utopía”. La sutileza del mensaje no es
muy difícil de captar. No es que los “medios violentos”,
“genocidas”, “criminales” del Che o Pol-Pot (puestos aquí al
mismísimo nivel) sean problemáticos en
sí mismos.
El problema no es si fusilamos o no a alguien. El problema es el
tipo de motivaciones
que posibilita el fusilamiento y la emergencia del terror. Estas
motivaciones, para un tipo como Rojas, tendrían que ver
invariablemente
con una pulcritud y santidad absoluta de los fines perseguidos: el
superhombre, el hombre nuevo, la raza superior, el “estado
islámico”. El silogismo es inevitable: si sueñas con un mundo
absolutamente justo, utilizarás medios absolutamente ilegítimos.
En
nuestro mundo, el terrorismo se ha transformado en un poderoso lugar
de demarcación. Ha sido imbricado además, a otros significantes:
fanatismo, fundamentalismo, radicalismo. El surgimiento de
movimientos islámicos como ISIS ha terminado de blindar este
poderoso aparato de interpelación ideológica, el “ideologema”
del terrorismo. ISIS nos ha impactado con sus imágenes. Lejos de
representar la naturaleza del mundo islámico, el respeto por la
tradición y la multiculturalidad, el “florecimiento” y la
ilustración islámica de la península ibérica o la riqueza de la
cultura sunni y chiita en el mundo, ISIS aparece como una poderosa
máquina de terror ultra-occidental, alojada incluso en las redes
sociales y con un fuerte componente estético. Es, en cierto modo, la
consumación desgarradora de eso que Edward Said llamaba
orientalismo:
ISIS es la versión occidental (y norteamericana) del islam llevada a
su extremo de terror y muerte. ¿No es acaso evidente que no son los
sueños de un mundo idealizado y santo los que hacen posible esta
ilusión occidental fetichizada?, ¿No es acaso evidente que es esta
extremación de los medios como fines en sí, de la violencia como
actividad depuratoria y santificadora, la que hace posible el
surgimiento de este
terror?
Está claro que esta visión de la violencia como una punción
corporal purificadora es justamente occidental: la inquisición lo
atestigua como nada. El islamismo de ISIS es justo eso, una
representación estética obscena de la imagen que occidente
ha
creado para el significante islámico.
Se
trata de evaluar, en el fondo, cuál es la función ideológica que
cumple el nombre de terrorismo
al que algunos acuden como si se tratase de una llamada. Al respecto,
cabe recordar la reivindicación lacaniana que establece Zizek para
el concepto de punto de
acolchamiento.
Hablamos, en este caso, del object
a petit a,
que funciona para ordenar la realidad en torno a un objeto de deseo
no evidenciado en el orden simbólico (lo real traumático, lo que no
se puede decir después de Auschwitz). Pongámoslo en simple: el
nombre de “terrorismo” es un significante que sirve para
clausurar
formas ideológicas o políticas que son disfuncionales al modelo,
pero al mismo tiempo, el modelo necesita a cada momento regenerar
y reproducir
esa disfuncionalidad y el deseo de ella. La tesis es provocativa,
pero justa: el capitalismo necesita la reproducción del terror para
mantener la no-libertad que le es intrínseca. El capitalismo
necesita producir su propia negatividad, para expandir sus propios
límites y desatar su estructura inmunitaria. Por eso es que se puede
decir, precisamente, que toda violencia que abastece ese profuso y
difuso aparato de reproducción informático, militar, comunicacional
y político del terror, es violencia reaccionaria
en el sentido de que sirve a los intereses hegemónicos.
II
Hemos
propuesto discutir los “métodos” no en relación a sus fines
declarados
o tácitos, sino en relación a la forma específica en que
intervienen en la realidad concreta. Porque, mucho más allá de las
verdades abstractas que a veces envuelven una performance
determinada, por ejemplo las famosas salidas de encapuchados, hay un
contenido en esa propia performatividad. La forma nunca ha sido, a
decir verdad, algo separado del contenido, pero no el sentido
derechista
según el cual el contenido es el
fin
que declara perseguir la acción, sino en el sentido de que las
formas mismas son ya
contenidos: plantean algo. Es por esta misma razón que no se pueden
estudiar las poéticas o formas específicas del arte al margen de lo
político, y no por las “declaraciones de intereses políticos”
de los sujetos productores del arte.
Una
lectura de la acción que pone en primer lugar la sensación de
depresión y depravación a la que cierta cotidianidad capitalista
somete al sujeto
individual,
tiende a fetichizar la acción de ese sujeto como “insurrección”.
Es el caso de las tesis de Alfredo M. Bonnano, anarquista italiano
autor de El placer armado.
Convierte, a su vez, la estética del terror en estética de la
libertad. La “práctica” de la libertad es ejercida así,
ilusoriamente, en una estética de la insurrección individual y la
“no-producción”. Olvida, por tanto, las estructuras que
re-sitúan permanentemente esa estética, que la invocan, de hecho,
en la reificación de la mafia y las escenas gangsteriles. No se
trata de criminales perfectos. Se trata de artistas de la
destrucción: ellos hacen arte. Pero su arte no tiene capacidades
políticas, no transforma nada ni pone en juego ninguna práctica
emancipatoria. Es por eso que el insurreccionalismo no puede tener
ninguna potencialidad, y llega a ser expresión de la impotencia
desatada como sublimación, como placer
sublimado
de cierta neurosis de angustia. En el capitalismo, un deseo sin
objeto de deseo y un placer sin principio del placer son un absurdo.
Por eso el argumento insurreccional está acabado de antemano, porque
supone un “deseo” puro – sin intromisión de la ideología, y
un “placer” no culpable – sin intromisión del super-yo
represivo. No queremos decir, en todo caso, que el insurreccionalismo
anarquista sea asesino y genocida. Pero su práctica concreta
posibilita, justamente, el fortalecimiento del
significante-terrorismo que hoy responsabiliza a los anarquistas de
los “actos de terror” cometidos por nadie sabe quién.
El
caso del anarquismo insurreccionalista, la naturaleza teatral y
performática de ISIS, y la fascinación por el goce estético de los
maoístas de Sendero Luminoso, demuestran que en las prácticas
asociadas al terror contemporáneo lo que se evidencia, en distintos
grados, es una intención espectacular,
en el sentido de producir
el espectáculo (y
la imagen visual), más allá de los “fines racionales” que
persigan los sujetos de la acción. Si la dialéctica entre medios y
fines se muestra inadecuada para entender el problema de la
violencia, la relación instrumental entre racionalidad y medios
irracionales es igualmente insuficiente. Todo el morbo generado por
el contenido sensible
y manifiesto
de los espectáculos sanguinarios protagonizados por organizaciones
como ISIS o Al-qaeda, la crucifixión de personas, la participación
de niños en los rituales de purificación masiva de los infieles, y
la extraña atracción provocada por las marchas y los himnos
senderistas en las cárceles de Perú, demuestra que el tipo de
imantación que establece el llamado “terrorismo” al rededor de
sus prácticas es algo terriblemente material-sensible, y no
pertenece al orden del “mundo de las ideas”.
III
Para
toda una tradición, el problema de la violencia ha sido tratado bajo
el epítome de la eficacia. Por ejemplo, Lenin señaló en todo el
período que va de 1898 hasta 1905 que el terrorismo era descartable
por su ineficacia
para enfrentar los problemas políticos de la sociedad rusa, y porque
podría tener consecuencias perjudiciales en el desarrollo de la
causa revolucionaria. Asimismo, en su polémica con Eugen Düring,
Engels va a señalar que la violencia no es “la maldad absoluta”
ni el “pecado original”, sino que más bien se trataría de un
“instrumento”. Como todo instrumento, la violencia política
terrorista sería aquí un medio administrable: se encuentra
sometida, por así decirlo, a las reglas del arte
de la guerra
y su utilización está condicionada por su efectividad operativa y
táctica. Se trata de una lectura del terror como un problema
práctico en relación a una coyuntura. El terror aquí no aparece
fetichizado y por eso su utilización aparece, para el liberalismo,
como aun más deleznable. Derivaría inevitablemente en ese otro
significante-amo de la clausura de la utopía en el mundo
contemporáneo, el “totalitarismo”. Sin embargo, no hay que
confundirse. El concepto que se tenía a fines del siglo XIX,
sobretodo en el bolchevismo ruso, de la palabra “terrorismo”
difiere mucho del que se ha instalado contemporáneamente. No está,
por así decirlo, situado en el marco de una pasión estética, y ni
siquiera de una aventura ética (como en el caso del “criminal
perfecto” cuyos objetivos son los más nobles y puros). El
“terrorismo” aquí es un concepto político de
adecuación-inadecuación a la coyuntura. La violencia misma, de
hecho, aparece como un problema de relaciones
de producción y
de relaciones de fuerza
política,
tal como lo explicita Engels en los escritos preparatorios del
mencionado anti-Düring.
En
1906 Lenin señala, para ir más lejos, que la socialdemocracia
rechaza toda forma de terrorismo, “es decir, de asesinatos
políticos individuales” por su escasa efectividad. Más claro
echarle agua, la palabra política
sobredetermina aquí el concepto de terror.
De lo que se trata, es de blancos políticos, no de sujetos inocentes
(mártires) utilizados como “mensajes”.
Esta
noción de terrorismo dista mucho, insistimos, del
“terrorismo-imagen” de nuestra época. Aparentemente, podría
tomarse la relación entre terrorismo, goce visual y “medios sin
fines” que estamos estableciendo como una ficción. Sin embargo, la
verdadera ficción se desarrolla en otra
escena,
en la escena de la superestructura jurídica que ha sido creada para
conjurar esta imagen del terror. En efecto, una profusa red de
definiciones jurídicas y legislativas se ha erguido en torno al
terrorismo.
En 1978, la dictadura argentina de Rafael Videla definía el
terrorismo como difusión de ideas “contrarias a la civilización
cristiana” (sic). Posteriormente, la legislación imperial (para
usar un concepto de Toni Negri, muy ajustado al tema que estamos
tratando) ha avanzado en torno a definiciones menos conservadoras. El
terrorismo, en este caso, consistiría en el desarrollo de ataques
indiscriminados a blancos civiles para generar una sensación de
terror
y obligar a las autoridades a tomar determinadas decisiones.
La
definición imperial, desarrollada al alero de gobiernos de dudosa
legitimidad en concierto
internacional,
es claramente insuficiente para definir el término “terrorismo”.
En efecto, existen formas de terror
que no van asociadas a ninguna presión específica. Formas de ataque
que, de hecho, pretenden todo lo contrario al ejercimiento de
cualquier presión
porque la presión
sería una forma tentativa de ceder ante la ilusión estadólatra.
Por otra parte, la definición no se hace cargo del gesto
universalizante del concepto de “terrorismo” que puede ser
utilizado como punta de lanza de un sistema de deslegitimación,
estigmatización y criminalización de determinados movimientos
políticos y sociales. Es más: al dejar abierta esa posibilidad, la
ideología jurídica imperial muestra hasta qué punto sigue al
servicio de los intereses de determinadas potencias económicas
mundiales que necesitan recrear
el dispositivo “terrorismo” a cada momento, y fundar
para ese dispositivo ideológico un espacio visual, jurídico y
político determinado.
El
“terrorismo” es la obra despiadada del capital, del
neoliberalismo y de las sociedades “libres” del consumo
individual y la informatización de la plusvalía. No se puede hacer
una genealogía del concepto de terrorismo que no tenga en cuenta las
rupturas internas que ha sufrido. El asesinato del archiduque
Francisco Fernando no tiene nada
que ver
con los robos a mano armada de los “años de plomo” en la Italia
insurreccional. Asimismo, tratar de vincular esa pasión
insurreccional individualista con los métodos artesanales de
nuestros ponedores de bombas, es otra megalomanía propia del
progresismo teórico que en cada acto ve una suma más para el
“continuum” de hechos que pretende administrar para generar un
relato. El terrorismo debe ser interrogado a la luz de su naturaleza
medial,
y en su vínculo específico con el modo de producción en el cual
aparece, con los intereses que lo administran como concepto
ideológico deslegitimador, y con los sujetos que lo convierten en
fetiche comunicacional, discursivo y jurídico. Los que pretendan
explicar el terrorismo en relación a los “fines” específicos
que declaran conocer, no terminarán más que haciendo el trabajo,
justamente, a toda una maquinaria de desposesión teórica e
ideológica que ya no está feliz con criminalizar formas de protesta
y lucha social. Ahora quiere criminalizar las ideas, convirtiendo a
los militantes de la izquierda marxista en “criminales perfectos”
y engarzando los “fines nobles” con los “medios ilegítimos”.
Recientemente,
la derecha a través de sus personeros ha insistido en que el
gobierno de Bachelet tiene dos grandes desafíos: la batalla contra
la desaceleración económica y la lucha
contra el terrorismo.
Han anclado un relato, y han posibilitado la emergencia de ese nuevo
campo visual, mediático y comunicacional: el “terror” chileno y
sus diversas ramificaciones anarquistas, mapuches o comunistas. Aquí
no podemos hacer concesiones de ninguna índole, mientras sus medios
de comunicación sigan alimentando el morbo en torno a ISIS,
acudiendo a accidentes o al mundo-narco y reproduciendo las imágenes
terribles de su violencia, produciendo documentales basura sobre las
bombas y los radicales universitarios lumpenizados. Más allá del
sujeto que lo ejerce, el terrorismo es la impotencia de un mundo en
que la subsunción al modelo está casi completada. Si es medio para
alguien, o instrumento racional de individuos determinados, está
claro de quienes.
Thielemann
tiene razón, eso si más radicalmente de lo que él mismo cree: la
izquierda y los sectores populares sólo conocen el terrorismo
oligárquico, porque en el sistema-mundo contemporáneo no existe
“terrorismo” al margen de la ideología imperial del terror y el
miedo, de la “guerra de todos contra todos” que alimenta al gran
Leviathan neoliberal.