miércoles, 29 de abril de 2015

Asamblea constituyente: más allá de la razón histórica




“Sería por cierto muy fácil de hacer si la lucha sólo se aceptase con la condición de que se presentaran perspectivas infaliblemente favorables”

Karl Marx

Es la imposibilidad de articular la mirada histórica (si se quiere, historicista) y la realidad misma la que, en cierta medida, nos invita a dejar lo que llamaremos el fatalismo de la repetición histórica. Este fatalismo consiste en cierta lógica: ya que las cosas se han repetido determinado número de veces, no cabe ninguna posibilidad de que, en el presente, sean de otro modo. Corresponde a un argumento típico de las teorías de la predestinación absoluta que, de hecho, funcionaron como un soporte ideológico importante del capitalismo, en el marco de lo que Weber llamó “ética protestante”. En una de sus variaciones, esta forma moderna de historicismo nos conmina a pensar lo que la filosofía de la historia kantiana llamaba “el continuo progreso hacia lo mejor”. Hay repetición, pero en esa repetición existe una especie de tendencia hacia la superación, tendencia en todo caso jamás consumable en ningún estado ideal (el horizonte de posibilidad siempre es un 'horizonte' y ninguna una 'meta final' realizable). Finalmente, este pensamiento diacrónico tiene su veta más amable en cierta escatología de la praxis humana: un fatalismo antropológico, porque indicaría que la práctica de determinados sujetos humanos evitaría la consumación del apocalipsis. En este sentido todo el pensamiento humanista prefigura la lucha prometeica contra el designio de los dioses. Carl Schmitt tenía razón: los conceptos de la política son, en muchas ocasiones, conceptos teológicos secularizados. Para nosotros, sin embargo, la cuestión consiste no sólo en descubrir los nexos (que si los hay, o al menos debería haberlos) entre teología y política, sino también las diferencias específicas y las distancias insalvables entre ambos campos.

El argumento que ha expuesto Luis Thielemann respecto al problema de la asamblea constituyente (en su artículo titulado “Pesimismo de la razón histórica”)1 sigue más o menos la pista de esta mirada fatal. Él lo llama de otro modo: pesimismo. Diríamos, para responder a esta transmutación conceptual, que el pesimismo es, en cierto modo, una reivindicación volitiva del fatalismo: mientras que el orden del apocalipsis opera en la totalidad del ser, o en el misterio de la obra divina, el pesimismo funciona como la marca actitudinal de la “razón” humana. La reivindicación de la frase de Gramsci (“pesimismo de la razón, optimismo de la voluntad”) parece ser así, doblemente, la inyección del fatalismo en el seno de la razón, y la infundición de ánimos a la disposición afectiva del cuerpo – la voluntad. En realidad, después de Spinoza, se sabe que esta distinción estricta (aunque sólo sea en un sentido metodológico, como gustaba decir a Gramsci) entre afectividad y razón, entre racionalidad y afectio, y finalmente entre mente y cuerpo, es una mueca fundamental de la racionalidad burguesa, cartesiana, que domina toda la modernidad. La razón misma está compuesta, en un grado que casi nunca alcanzamos a ver, por esta serie de composiciones afectivas. La distinción entre “entes de la razón” y “entes de la imaginación” en Spinoza, por ejemplo, está destinada a esclarecer que, en los hechos que él mismo convoca (en su ontología política), los entes de la imaginación son justamente aquellos que nos figuran la razón como algo independiente, autosuficiente y desconectada de una topología afectiva que siempre excede al sujeto. Maquiavelo, asimismo, veía que la ciudad, el estado, es el “efecto” de una serie de humores contradictorios, “apetiti diversi”: Toda política es, desde este punto de vista, un uso político de las pasiones.

La frase de Gramsci debilita esta relación entre razón y pasión y entre política y afectos. Pero en un sentido aun más profundo, el “pesimismo de la razón histórica” añade un componente más al racionalismo gramsciano. El sentido de lo “histórico” aparece aquí asignando un valor a la función de la razón: ver en la historia los elementos de su propia tendencia hacia el fracaso. La historia indica el signo de los tiempos y anticipa el sentido del presente fijo. Lo paradójico, en cierto sentido, es que este pesimismo no se establece frente al objeto mismo de la historia, sino frente a la coyuntura. La historia, de este modo, sería un dispositivo adecuado para comprender determinada coyuntura.

Frente a este modelo de temporalidad, los análisis del capitalismo desarrollados por Marx en El Capital proponen un tiempo heterogéneo, disyunto como diría Derrida, no sucesivo (diacrónico) y no fatalista (progresivo o apocalíptico). Al analizar las diversas esferas u órbitas de la producción capitalista como estructuras autónomas e interdependientes a la vez, en el marco de una armazón teórica determinada – y no de un relato “histórico” de la modernidad capitalista – Marx ha promovido un tipo de lógica que es, al mismo tiempo, la superación radical de la dialéctica lineal de la historia, y la no-contemporaneidad de los diversos sujetos que están arrojados al torrente de la autovalorización del capital. Sin ninguna lógica de todas las lógicas, y sin ninguna historia de todas las historias, Marx ha roto con el círculo de la filosofía misma entendida como “optimismo” de la razón. Y sin embargo, ningún “pesimismo” de la razón puede ser alternativa real, tanto en términos teóricos como políticos – aunque ambas cosas se junten, ya que hablar de “pesimismo” de la razón por contrapartida a algún optimismo del siglo de las luces, no consistiría, a nuestro juicio, algo más que una inversión de los términos que deja a la todopoderosa razón humana en el lugar de Dios (como siempre ha sucedido en el humanismo occidental, en todo caso). Por otra parte, un “optimismo de la voluntad” indica una desagradable tautología: ¿qué tipo de voluntad es aquella que sólo espera que las cosas salgan mal, una voluntad porque las cosas salgan mal?, ¿una voluntad de la “mala voluntad”? La cita gramsciana no resuelve nada. Consituye, más bien, la señal casi intuitiva de que en los tiempos de “reflujo”, o de “revolución pasiva”, la actitud correcta frente a la coyuntura es la del realismo político. La agregatura de lo histórico a esta señal es por ello la emergencia de un realismo historicista.

Aunque parezca extraño, este tipo de discusiones entre realismo historicista, optimismo de la razón o racionalidad crítica, lo que hacen en la política es “poner la carreta delante de los bueyes”. Si se observa, por ejemplo, la noción maquiaveliana de fortuna, se verá que el florentino no tenía la intención de fundar un modo de racionalidad específico, una especie de “razón práctica pura”, para después pensar la política. Tampoco se trataría de un empirismo simple, de una observación de lo que sucede. El concepto de fortuna actúa directamente sobre la política porque concibe, de hecho, que la política es una ciencia autónoma y que, más allá del diálogo que pueda sostener con otras disciplinas (que de hecho en la filosofía de las ciencias se llaman “auxiliaries”), tiene sus propios conceptos y su propio objeto, sin la intermediación de alguna racionalidad previa, todopoderosa y omnicomprensiva. La pregunta no es, entonces, para el pensamiento político en general, cómo adquirir una sustancia racional previa que nos permita asumir la postura correcta. La pregunta es más bien por el tipo de conocimientos y herramientas que necesitamos para entender la coyuntura, lo que de hecho en Maquiavelo tiene un nombre específico: “los tiempos y las cosas”.

En sus famosas Tesis sobre el concepto de historia, Walter Benjamin concebirá doblemente el tiempo-otro que abre una revolución, o una transformación, como tiempo mesiánico e interrupción del “continuum” (“hacer saltar el continuum de la historia”). Se trata de una temporalidad de la disrupción. A su vez, ese tiempo no es el tiempo por-venir, infinitamente distante, que debemos esperar: la venida del mesías está regada en el tiempo homogéneo en el que acontecen las cosas, en el tiempo mismo del capital. En un tono similar, otro filósofo judío de la primera mitad del siglo XX, Giorgy Lukács, interpretó el pensamiento de Lenin como un pensamiento acerca de la “actualidad” de la revolución. La frase “la revolución está a la orden del día” se puede pronunciar cada mañana sin temor a equivocarnos. Creemos que tanto Benjamin como Lukács están en lo correcto: Lenin pensaba la revolución como un tema profundamente actual, un problema del tiempo-ahora. En el capitalismo están regadas las astillas de su propia destrucción (véase, sin ir más allá, la tremenda tentativa de Marx de ver en la cooperación capitalista una antesala de la cooperación socialista), tal como en el presente late el día del juicio final en cada segundo. En 1917, Lenin plantea que la asamblea constituyente era una forma de dar continuidad a la democracia burguesa. Pero eso, decimos, sólo lo puede plantear porque tiene tras de sí una serie de dispositivos contra-institucionales, un verdadero contra-estado (el “poder soviético”) y una coyuntura especialmente revolucionaria. El llamado a tomar “el cielo por asalto” es siempre posible, a condición de que se entienda, de hecho, que el cielo de hoy puede ser justo el barro de mañana, y que como decía Marx, las metas que se propone alcanzar la humanidad en determinado grado de su desarrollo, son las metas que de hecho puede cumplir. De este modo, la dicotomía entre realismo y voluntarismo al interior de la razón queda caduca. La razón debe ser a la vez voluntad y realismo, o para decirlo en otros términos: el realismo de la razón es su voluntad de tomar el cielo por asalto cada tarde.

Y sin embargo, el cielo nunca es el mismo. La coyuntura, que indica aquellas metas que el Príncipe puede cumplir, cambia de forma, es contingencial. La coyuntura de ayer no es la misma, tampoco, que la de hoy. Entonces hay que pensar del siguiente modo: Podemos interrumpir el neoliberalismo, sólo inmersos en la coyuntura. El llamado a un “proceso constituyente” por parte del bloque dominante en Chile tiene obviamente la intención de reconfigurar su hegemonía, resquebrajada por el nuevo relato anti-lucro instalado desde el 2011, y la deslegitimación de lo que Poulantzas llamaba “burguesía de estado”, y en un rango menos teórico, algunos llaman “clase política”. La pregunta entonces no es, acorde a la coyuntura, como evitamos un proceso como este: nuestras fuerzas son todavía insuficientes para detener cualquier cosa que venga del aparato de estado-gobierno. Para plantearlo en los términos de Lenin, los de arriba ya no pueden y los de abajo ya no quieren, pero esta cuestión, el malestar, no adquiere los rasgos de un Poder Constituyente alternativo para Chile. La complejidad de la coyuntura parece no avizorar respuestas. Sólo para terminar, quisiera entregar dos “pistas” (aunque claro, no tenga ninguna respuesta real bajo la manga: pistas en sentido casi ontológico): Lo primero es que, en un tono lukacsiano, la revolución está siempre a la orden del día, por tanto el cielo que nos proponemos alcanzar (la reconstrucción del poder constituyente ciudadano, antineoliberal y democrático), no puede ser otro que el que la coyuntura nos ofrece: este proceso constituyente simulado y espurio, patrocinado por el centro neoliberal en el gobierno. En buen chileno, “es lo que hay”. Lo segundo, citar a Jean Salem, a quien considero uno de los comentaristas contemporáneos más notables sobre Lenin. Salem indica que uno de los aspectos centrales del pensamiento leninista es el hecho de que “los revolucionarios deben saber crear la ocasión o, al menos, saber aprovecharla (…) Lenin escribió al final de su vida que Napoleón decía “Nos lanzamos y después... vemos”.2 Es el acto mismo de “lanzarse” el que funda otra racionalidad para otra coyuntura histórica. De eso se trata, de lanzarse, con todas las fuerzas objetivas con las que contamos, a la captura de este proceso constituyente, por más caricaturesco que sea. Estrictamente, no tenemos nada que perder.


1 http://www.redseca.cl/?p=5507

2 Jean Salem, Lenin y la revolución, Madrid, Península, 2010, p. 61

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