domingo, 21 de septiembre de 2014

Terrorismo: Medios sin fines y reproducción del miedo



I

En su famoso texto Para una crítica de la violencia, el filósofo alemán Walter Benjamin planteaba que la cuestión de la violencia debía ser interrogada en el plano de los medios, y no de los fines o del “sujeto” que la ejerce. “Siembre quedaría abierta la cuestión de si la violencia, en cuanto principio, es ética como medio para alcanzar un fin. Para su decisión, esta pregunta requiere un criterio más preciso, una distinción dentro de la esfera de los medios, sin consideración de los fines que le sirven”. Se trataría, entonces, de una destrucción de la “dialéctica entre medios y fines” que domina todo el discurso occidental acerca de los “métodos” que sigue una acción instrumental. En resumen, de situarse en medio de la violencia como un problema independiente de los “objetivos” que la originan o, inclusive, del sujeto que la ha desatado.

Así, sería absurdo traducir la frase de Adorno “no se puede escribir poesía después de Auschwitz” como “no se puede escribir poesía después de Mein Kampf de Hitler”. La traducción del dolor es imposible por la naturaleza de los medios mismos, y no de los fines que persigue, o de la maldad radical del sujeto que los ejerce.

El aporte que ha hecho Luis Thielemann a la discusión acerca del terrorismo debe evaluarse en este contexto. Es innegable que la violencia terrorista en Chile ha sido patrimonio de las oligarquías, un instrumento al servicio de las “élites” y su proyecto hegemónico de estado y de sociedad. Sin embargo, creemos necesario realizar una pregunta previa por la cuestión misma del terror, por “qué significa” y cuáles son los alcances específicos de eso que llamamos “terrorismo”. En definitiva, es necesario volver al “reino de los medios” en el que Benjamin quería indagar la naturaleza de la violencia, más allá de la constatación histórica, invaluable por lo demás como aporte a la discusión, del “monopolio” de la violencia terrorista que posee (y seguirá poseyendo) el estado y los dueños del capital en la sociedad contemporánea.

El problema bien podría ser indagado desde la perspectiva que tiene la derecha respecto al tema del terror y la violencia política. Lo que nos plantea, por ejemplo, en una carta a El Mercurio, publicada el domingo 14 de Septimebre, el lector Mauricio Rojas, es la existencia de una “bondad absoluta de los fines” como condición de cierta tendencia genocida y asesina existente en los sujetos cuyo pensamiento básico es la aspiración a un mundo feliz. “Así – con la intermediación de un paraíso en la tierra como fin específico, se forma el “criminal perfecto” (…) que mata con premeditación y sin remordimiento, ya que lo hace en nombre del amor y de la utopía”. La sutileza del mensaje no es muy difícil de captar. No es que los “medios violentos”, “genocidas”, “criminales” del Che o Pol-Pot (puestos aquí al mismísimo nivel) sean problemáticos en sí mismos. El problema no es si fusilamos o no a alguien. El problema es el tipo de motivaciones que posibilita el fusilamiento y la emergencia del terror. Estas motivaciones, para un tipo como Rojas, tendrían que ver invariablemente con una pulcritud y santidad absoluta de los fines perseguidos: el superhombre, el hombre nuevo, la raza superior, el “estado islámico”. El silogismo es inevitable: si sueñas con un mundo absolutamente justo, utilizarás medios absolutamente ilegítimos.

En nuestro mundo, el terrorismo se ha transformado en un poderoso lugar de demarcación. Ha sido imbricado además, a otros significantes: fanatismo, fundamentalismo, radicalismo. El surgimiento de movimientos islámicos como ISIS ha terminado de blindar este poderoso aparato de interpelación ideológica, el “ideologema” del terrorismo. ISIS nos ha impactado con sus imágenes. Lejos de representar la naturaleza del mundo islámico, el respeto por la tradición y la multiculturalidad, el “florecimiento” y la ilustración islámica de la península ibérica o la riqueza de la cultura sunni y chiita en el mundo, ISIS aparece como una poderosa máquina de terror ultra-occidental, alojada incluso en las redes sociales y con un fuerte componente estético. Es, en cierto modo, la consumación desgarradora de eso que Edward Said llamaba orientalismo: ISIS es la versión occidental (y norteamericana) del islam llevada a su extremo de terror y muerte. ¿No es acaso evidente que no son los sueños de un mundo idealizado y santo los que hacen posible esta ilusión occidental fetichizada?, ¿No es acaso evidente que es esta extremación de los medios como fines en sí, de la violencia como actividad depuratoria y santificadora, la que hace posible el surgimiento de este terror? Está claro que esta visión de la violencia como una punción corporal purificadora es justamente occidental: la inquisición lo atestigua como nada. El islamismo de ISIS es justo eso, una representación estética obscena de la imagen que occidente ha creado para el significante islámico.

Se trata de evaluar, en el fondo, cuál es la función ideológica que cumple el nombre de terrorismo al que algunos acuden como si se tratase de una llamada. Al respecto, cabe recordar la reivindicación lacaniana que establece Zizek para el concepto de punto de acolchamiento. Hablamos, en este caso, del object a petit a, que funciona para ordenar la realidad en torno a un objeto de deseo no evidenciado en el orden simbólico (lo real traumático, lo que no se puede decir después de Auschwitz). Pongámoslo en simple: el nombre de “terrorismo” es un significante que sirve para clausurar formas ideológicas o políticas que son disfuncionales al modelo, pero al mismo tiempo, el modelo necesita a cada momento regenerar y reproducir esa disfuncionalidad y el deseo de ella. La tesis es provocativa, pero justa: el capitalismo necesita la reproducción del terror para mantener la no-libertad que le es intrínseca. El capitalismo necesita producir su propia negatividad, para expandir sus propios límites y desatar su estructura inmunitaria. Por eso es que se puede decir, precisamente, que toda violencia que abastece ese profuso y difuso aparato de reproducción informático, militar, comunicacional y político del terror, es violencia reaccionaria en el sentido de que sirve a los intereses hegemónicos.

II

Hemos propuesto discutir los “métodos” no en relación a sus fines declarados o tácitos, sino en relación a la forma específica en que intervienen en la realidad concreta. Porque, mucho más allá de las verdades abstractas que a veces envuelven una performance determinada, por ejemplo las famosas salidas de encapuchados, hay un contenido en esa propia performatividad. La forma nunca ha sido, a decir verdad, algo separado del contenido, pero no el sentido derechista según el cual el contenido es el fin que declara perseguir la acción, sino en el sentido de que las formas mismas son ya contenidos: plantean algo. Es por esta misma razón que no se pueden estudiar las poéticas o formas específicas del arte al margen de lo político, y no por las “declaraciones de intereses políticos” de los sujetos productores del arte.

Una lectura de la acción que pone en primer lugar la sensación de depresión y depravación a la que cierta cotidianidad capitalista somete al sujeto individual, tiende a fetichizar la acción de ese sujeto como “insurrección”. Es el caso de las tesis de Alfredo M. Bonnano, anarquista italiano autor de El placer armado. Convierte, a su vez, la estética del terror en estética de la libertad. La “práctica” de la libertad es ejercida así, ilusoriamente, en una estética de la insurrección individual y la “no-producción”. Olvida, por tanto, las estructuras que re-sitúan permanentemente esa estética, que la invocan, de hecho, en la reificación de la mafia y las escenas gangsteriles. No se trata de criminales perfectos. Se trata de artistas de la destrucción: ellos hacen arte. Pero su arte no tiene capacidades políticas, no transforma nada ni pone en juego ninguna práctica emancipatoria. Es por eso que el insurreccionalismo no puede tener ninguna potencialidad, y llega a ser expresión de la impotencia desatada como sublimación, como placer sublimado de cierta neurosis de angustia. En el capitalismo, un deseo sin objeto de deseo y un placer sin principio del placer son un absurdo. Por eso el argumento insurreccional está acabado de antemano, porque supone un “deseo” puro – sin intromisión de la ideología, y un “placer” no culpable – sin intromisión del super-yo represivo. No queremos decir, en todo caso, que el insurreccionalismo anarquista sea asesino y genocida. Pero su práctica concreta posibilita, justamente, el fortalecimiento del significante-terrorismo que hoy responsabiliza a los anarquistas de los “actos de terror” cometidos por nadie sabe quién.

El caso del anarquismo insurreccionalista, la naturaleza teatral y performática de ISIS, y la fascinación por el goce estético de los maoístas de Sendero Luminoso, demuestran que en las prácticas asociadas al terror contemporáneo lo que se evidencia, en distintos grados, es una intención espectacular, en el sentido de producir el espectáculo (y la imagen visual), más allá de los “fines racionales” que persigan los sujetos de la acción. Si la dialéctica entre medios y fines se muestra inadecuada para entender el problema de la violencia, la relación instrumental entre racionalidad y medios irracionales es igualmente insuficiente. Todo el morbo generado por el contenido sensible y manifiesto de los espectáculos sanguinarios protagonizados por organizaciones como ISIS o Al-qaeda, la crucifixión de personas, la participación de niños en los rituales de purificación masiva de los infieles, y la extraña atracción provocada por las marchas y los himnos senderistas en las cárceles de Perú, demuestra que el tipo de imantación que establece el llamado “terrorismo” al rededor de sus prácticas es algo terriblemente material-sensible, y no pertenece al orden del “mundo de las ideas”.

III

Para toda una tradición, el problema de la violencia ha sido tratado bajo el epítome de la eficacia. Por ejemplo, Lenin señaló en todo el período que va de 1898 hasta 1905 que el terrorismo era descartable por su ineficacia para enfrentar los problemas políticos de la sociedad rusa, y porque podría tener consecuencias perjudiciales en el desarrollo de la causa revolucionaria. Asimismo, en su polémica con Eugen Düring, Engels va a señalar que la violencia no es “la maldad absoluta” ni el “pecado original”, sino que más bien se trataría de un “instrumento”. Como todo instrumento, la violencia política terrorista sería aquí un medio administrable: se encuentra sometida, por así decirlo, a las reglas del arte de la guerra y su utilización está condicionada por su efectividad operativa y táctica. Se trata de una lectura del terror como un problema práctico en relación a una coyuntura. El terror aquí no aparece fetichizado y por eso su utilización aparece, para el liberalismo, como aun más deleznable. Derivaría inevitablemente en ese otro significante-amo de la clausura de la utopía en el mundo contemporáneo, el “totalitarismo”. Sin embargo, no hay que confundirse. El concepto que se tenía a fines del siglo XIX, sobretodo en el bolchevismo ruso, de la palabra “terrorismo” difiere mucho del que se ha instalado contemporáneamente. No está, por así decirlo, situado en el marco de una pasión estética, y ni siquiera de una aventura ética (como en el caso del “criminal perfecto” cuyos objetivos son los más nobles y puros). El “terrorismo” aquí es un concepto político de adecuación-inadecuación a la coyuntura. La violencia misma, de hecho, aparece como un problema de relaciones de producción y de relaciones de fuerza política, tal como lo explicita Engels en los escritos preparatorios del mencionado anti-Düring.

En 1906 Lenin señala, para ir más lejos, que la socialdemocracia rechaza toda forma de terrorismo, “es decir, de asesinatos políticos individuales” por su escasa efectividad. Más claro echarle agua, la palabra política sobredetermina aquí el concepto de terror. De lo que se trata, es de blancos políticos, no de sujetos inocentes (mártires) utilizados como “mensajes”.

Esta noción de terrorismo dista mucho, insistimos, del “terrorismo-imagen” de nuestra época. Aparentemente, podría tomarse la relación entre terrorismo, goce visual y “medios sin fines” que estamos estableciendo como una ficción. Sin embargo, la verdadera ficción se desarrolla en otra escena, en la escena de la superestructura jurídica que ha sido creada para conjurar esta imagen del terror. En efecto, una profusa red de definiciones jurídicas y legislativas se ha erguido en torno al terrorismo. En 1978, la dictadura argentina de Rafael Videla definía el terrorismo como difusión de ideas “contrarias a la civilización cristiana” (sic). Posteriormente, la legislación imperial (para usar un concepto de Toni Negri, muy ajustado al tema que estamos tratando) ha avanzado en torno a definiciones menos conservadoras. El terrorismo, en este caso, consistiría en el desarrollo de ataques indiscriminados a blancos civiles para generar una sensación de terror y obligar a las autoridades a tomar determinadas decisiones.

La definición imperial, desarrollada al alero de gobiernos de dudosa legitimidad en concierto internacional, es claramente insuficiente para definir el término “terrorismo”. En efecto, existen formas de terror que no van asociadas a ninguna presión específica. Formas de ataque que, de hecho, pretenden todo lo contrario al ejercimiento de cualquier presión porque la presión sería una forma tentativa de ceder ante la ilusión estadólatra. Por otra parte, la definición no se hace cargo del gesto universalizante del concepto de “terrorismo” que puede ser utilizado como punta de lanza de un sistema de deslegitimación, estigmatización y criminalización de determinados movimientos políticos y sociales. Es más: al dejar abierta esa posibilidad, la ideología jurídica imperial muestra hasta qué punto sigue al servicio de los intereses de determinadas potencias económicas mundiales que necesitan recrear el dispositivo “terrorismo” a cada momento, y fundar para ese dispositivo ideológico un espacio visual, jurídico y político determinado.

El “terrorismo” es la obra despiadada del capital, del neoliberalismo y de las sociedades “libres” del consumo individual y la informatización de la plusvalía. No se puede hacer una genealogía del concepto de terrorismo que no tenga en cuenta las rupturas internas que ha sufrido. El asesinato del archiduque Francisco Fernando no tiene nada que ver con los robos a mano armada de los “años de plomo” en la Italia insurreccional. Asimismo, tratar de vincular esa pasión insurreccional individualista con los métodos artesanales de nuestros ponedores de bombas, es otra megalomanía propia del progresismo teórico que en cada acto ve una suma más para el “continuum” de hechos que pretende administrar para generar un relato. El terrorismo debe ser interrogado a la luz de su naturaleza medial, y en su vínculo específico con el modo de producción en el cual aparece, con los intereses que lo administran como concepto ideológico deslegitimador, y con los sujetos que lo convierten en fetiche comunicacional, discursivo y jurídico. Los que pretendan explicar el terrorismo en relación a los “fines” específicos que declaran conocer, no terminarán más que haciendo el trabajo, justamente, a toda una maquinaria de desposesión teórica e ideológica que ya no está feliz con criminalizar formas de protesta y lucha social. Ahora quiere criminalizar las ideas, convirtiendo a los militantes de la izquierda marxista en “criminales perfectos” y engarzando los “fines nobles” con los “medios ilegítimos”.

Recientemente, la derecha a través de sus personeros ha insistido en que el gobierno de Bachelet tiene dos grandes desafíos: la batalla contra la desaceleración económica y la lucha contra el terrorismo. Han anclado un relato, y han posibilitado la emergencia de ese nuevo campo visual, mediático y comunicacional: el “terror” chileno y sus diversas ramificaciones anarquistas, mapuches o comunistas. Aquí no podemos hacer concesiones de ninguna índole, mientras sus medios de comunicación sigan alimentando el morbo en torno a ISIS, acudiendo a accidentes o al mundo-narco y reproduciendo las imágenes terribles de su violencia, produciendo documentales basura sobre las bombas y los radicales universitarios lumpenizados. Más allá del sujeto que lo ejerce, el terrorismo es la impotencia de un mundo en que la subsunción al modelo está casi completada. Si es medio para alguien, o instrumento racional de individuos determinados, está claro de quienes.

Thielemann tiene razón, eso si más radicalmente de lo que él mismo cree: la izquierda y los sectores populares sólo conocen el terrorismo oligárquico, porque en el sistema-mundo contemporáneo no existe “terrorismo” al margen de la ideología imperial del terror y el miedo, de la “guerra de todos contra todos” que alimenta al gran Leviathan neoliberal.

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