“El
sujeto del conocimiento histórico es la clase oprimida que lucha”, W.
Benjamin
Un
concepto viejo y pequeño
El
concepto de lucha de clases parece hoy una pieza de museo.
Parafraseando a Benjamin, se podría decir que es un concepto
“pequeño y feo”, mientras que los nuevos “tips” de la
ciencia política proliferan
por doquier para explicar “fenómenos sociales” o, mejor dicho,
para constatar su existencia sin explicárselos. En un extremo, están
quienes sostienen que, simplemente, las clases sociales no existen.
Se afirman en nociones ya
televisivas: familias de
altos ingresos, capas medias, clase
media, personas bajo la línea de pobreza. Son las formas
conceptuales, sociológicas, de la clasificación social
“no-marxista”. En todo caso, el principal problema de estos
conceptos no reside en que sean malos
intrínsecamente frente al súper-método de Marx y los avatares de
la “dialéctica”, sino en que sencillamente no explican
nada: aristotélicamente, sólo
clasifican, estratifican. Como dirían los foucaultianos y
Giorgio Agamben –
equivocados hasta cierto
punto en esto, son conceptos
“biopolíticos”: están hechos para el control de la población y
la vida, y – esto lo agregamos nosotros, no para la explicación de
los fenómenos sociales.
Sin
embargo, como la producción capitalista sigue existiendo, con todas
sus consecuencias desde la plusvalía hasta el conocido “fetichismo”
de la forma-dinero, al menos habrá que conceder que la
lucha de clases existe en
potencia ahí donde hay explotación. Que el concepto de clase social
no haya sido explicado por Marx debido a la interrupción del Libro
III de El Capital constituye
(a riesgo de parecer exagerado) un desastre teórico de grandes
proporciones. La lucha interna que ha suscitado en el marxismo, por
ejemplo, en el debate Miliband-Poulantzas, o incluso Erik O.
Wright-Poulantzas, debe constituir un objeto de estudio en todos los
sectores que pretenden “recomponer” el concepto de clase y
ponerlo “a la orden del día”.
Sin
ir más lejos, quisiera traer a la memoria una vieja cita de Marx del
Libro I de El Capital:
en el corazón mismo del texto, cuando explica el carácter “vampirezco” del capital frente al trabajo
vivo, Marx muestra como, en la lucha por la prolongación-limitación
de la jornada de trabajo que se libra entre el capital global y el
trabajo global, entre la clase obrera y el proletariado, se da cierto
principio de “auto-conservación”, cierta lucha por la
potencia de obrar. No se nos
olvide la cercanía juvenil de Marx con Spinoza. Finalmente, la lucha
de clases aparece aquí relatada como una cuestión vital: es una
lucha de las fuerzas físicas por mantenerse vivas, una lucha por la perseverancia en el ser. Los obreros
luchan contra la “prolongación desmesurada de la fuerza laboral”. Sin embargo, deben apelar a la mentalidad calculadora del capitalista en los
términos que él impone; los costos de la depreciación
moral y física de la fuerza
laboral serán finalmente un perjuicio a la producción de
mercancías. “Exijo la
jornada normal de trabajo
porque exijo el valor
de mi mercancía, como cualquier otro vendedor”.
Del lado del capitalista,
sigue siendo una lucha por las condiciones en que se vende una
mercancía determinada, la fuerza de trabajo. Del lado del obrero, es
una lucha por la vida.
Comprendemos más o menos fácilmente la cuestión: la lucha de
clases es una lucha por la vida.1
Está
por leerse este capítulo de El Capital como
una “historia” no historicista de la lucha de clases. Lo
importante ahora es comprender que, ya en el nivel más básico del
modo de producción capitalista y la sociedad de clases,
la lucha se instala
como un elemento consustancial a la producción misma. Marx insistió
varias veces en esto: la existencia de la lucha de clases es propia
a la existencia misma de las clases. En la relación entre el
productor y el propietario, hay lucha siempre.
Posposición
del conflicto de clases
En
nuestro país, el concepto de lucha de clases no es muy utilizado
para explicar los procesos de conflicto social. En su reemplazo, las
nociones de ciudadanía, movimiento social, derechos sociales, entre
otros, han ocupado el núcleo del lenguaje de izquierda y
recientemente de derecha. Incluso ha sucedido con el concepto de
“calle” que se ha transformado en un extraño sinónimo de las
luchas políticas y sociales del pueblo. Claro que en la arena
política, que exije ciertas concesiones en el orden comunicacional,
no podemos re-imponer por decreto las nociones del llamado “marxismo
clásico”. Pero si, en el campo del análisis y el debate de la
izquierda, no nos queda más que dar una batalla teórico-ideológica
(pero también política) por volver a hablar “marxismo”. Así,
no debemos temer a la posibilidad de decir las cosas por su
nombre: los distintos niveles
del conflicto social inherente al neoliberalismo chileno, son
distintas formas, sobredeterminadas y complejas, del conflicto de
clases. Esta pluralidad de luchas no está exenta, por así decirlo,
de ser reducida en última instancia
y de forma no mecánica a la lucha de clases.
¿Por
qué este amplio rodeo? Porque el primer triunfo ideológico del
consenso neoliberal ha sido la privación a la que ha sometido, a
gran parte de la izquierda, de utilizar las herramientas teóricas de
la tradición marxista en sus modelos de análisis. En este contexto, y eludiendo esta "privación conceptual", la tesis que esbozaremos aquí es que la actual coyuntura se basa, en
términos generales, en una conjuración de la lucha de clases. Ya no
solo al nivel “cultural-intelectual”, sino también político.
La
forma objetiva que adquiere esta conjuración es la de una
posposición del
conflicto de clases. Por ejemplo, el acuerdo CUT-Gobierno. Lo que ha
hecho objetivamente el gobierno de la nueva mayoría con este
acuerdo, es alcanzar cierto grado de postergación de un conflicto de
clases determinado, y situado en el centro de la formación social
capitalista-neoliberal que predomina en Chile. En efecto, al realizar
ciertas concesiones de orden jurídico-político – aunque solo sea
en el papel, el gobierno ha dado un respiro importante a la
burguesía, que tendrá tiempo de “sacar las cuentas” en
relación al tema que más le incomoda, a saber, el aumento de los
salarios. En términos marxistas, esto permite al bloque dominante
asegurar cierta estabilidad en la cuota de ganancia del capital. Pero
no todo es económico. Este acuerdo tiene un carácter
fundamentalmente político: permite mantener el ciclo virtuoso de la
estabilidad neoliberal, que es condición de la hegemonía del bloque
en el poder, y de la reconstrucción de la “unidad de clase” de
la burguesía. Ganar tiempo dejando el debate sobre el salario para
un futuro incierto, y conceder ciertas cuestiones en materia
organizativa a la fuerza laboral sindicalizada, ha sido una gran
jugada del neoliberalismo criollo: no hay que dudarlo.
Las
ilusiones del “gobierno en disputa”
En
otro plano, el bloque dominante ha dado una vuelta de tuerca al
debate sobre la educación, llevándolo al plano de la “participación
ciudadana”. Vale la pena insistir aquí sobre el mecanicismo
socialdemócrata que es inherente a esta operación. Si para los
marxistas mecánicos y el “materialismo vulgar” lo que define el
pensamiento de izquierda es un predominio y determinación absoluta
de lo político (superestructura) por lo económico
(infraestructura), para los críticos igualmente mecánicos de ese
marxismo, como Norberto Bobbio, la superestructura
determina a la infraestructura. Es
decir, la participación en el aparato de estado y las diversas
instancias y dispositivos que componen el “gobierno”, es
condición suficiente para transformar aquello que sucede en el orden de la producción y el bolsillo de los "consumidores", en
la estructura. Los gramscianos de izquierda, como J. Texier, insistieron suficientemente en este mecanicismo invertido, que caracteriza a los "teóricos" de la superestructura. Es
preocupante la recaída en esta ideología “participivista” por
parte de algunos actores de la lucha social y política. Más que
mal, es evidente que la tarea
más importante del estado neoliberal, en la actual coyuntura, es
disipar la crisis de legitimidad que atraviesa el modelo, marcada por
la crispación producida en el 2011. Para ello dispone de una serie cada vez más ampliada de círculos, dispositivos y centros des-centrados de diálogo y participación "ciudadana".
En
realidad, sabemos desde Gramsci que una distinción metodológica
no corresponde a una distinción orgánica.
En la realidad vívida de la sociedad burguesa, la superestructura
está situada en el mismo lugar que la famosa “estructura”, y la
estrategia revolucionaria debe basar su acción en esta unidad.
Es
la apertura de canales de participación, sumada a la negociación
sectorial, la que permitirá, tarde o temprano, la recomposición de
la legitimidad del régimen. Un modelo de revolución pasiva efectivo
basa sus pasos tácticos en este tipo de cuestiones. ¿Quiere decir
esto que hay que abstenerse de negociar
y participar? De
ninguna manera, pero todo depende. En el caso del movimiento
estudiantil, las cosas son un poco más intrincadas. El único factor
del que dispone este movimiento para “torcer la mano” del bloque
en el poder, es la movilización de masas. Presentándose como el
gobierno que, mediante una mayoría parlamentaria aplastante, viene a
asegurar la educación “universal y gratuita”, el gobierno
neoliberal de Michelle Bachelet no se muestra como “enemigo” del
movimiento estudiantil en forma descarnada y abierta. Esto reduce las
posibilidades de maniobra, y establece la necesidad de proponer una
táctica inteligente, basada en la erosión de la “legitimidad
programática” y con ello carismática
de la nueva mayoría, develando sus propias contradicciones. Sin
embargo, en el caso del acuerdo por el salario mínimo, la partida
corre por carriles distintos. Aquí lo que corresponde es demostrar
de inmediato la ausencia de voluntad de la llamada clase política
respecto al tema salarial, y su complicidad con las distintas
facciones de la burguesía que pugnan por mantener el ciclo virtuoso
de la acumulación neoliberal.
Por
razones de espacio, sólo un último factor. El acuerdo sobre la
reforma tributaria. Este acuerdo tiene varios objetivos. En primer
lugar, abre un flanco de comunicación entre varias facciones de la
burguesía, situadas en el seno del aparato de estado con
representación diversa. En
segundo lugar, establece una cierta “reconciliación” entre estas
facciones, liberando tensiones producidas por el núcleo
problemático de concesiones a
los sectores en lucha, que involucra el programa de gobierno de la
nueva mayoría. Por último, provoca incertidumbre en los sectores de
izquierda, que han centrado su respuesta en la crítica de la llamada
“política de los consensos”. N. Bujarin, que en este aspecto se
muestra como un teórico marxista sombroso, plantea que una formación
social es un sistema de equilibrio inestable entre
las distintas clases (y fracciones de clase) con un ente regulador:
el estado. Muy bien, el acuerdo sobre la reforma tributaria entre la
derecha y la derecha del gobierno, reestablece ese sistema de
equilibrio inestable. Más claramente: reconstituye la frágil unidad
del bloque hegemónico, trastornado por el efecto
2011 y sus diversas recapitulaciones.
Para resumir: un orden conceptual sobre la coyuntura actual
Resumiendo,
estamos frente a una coyuntura en que la clase dominante necesita
posponer la lucha de clases y sus diversas detonaciones
locales-parciales, imponiendo una ideología de la participación
ciudadana a las organizaciones de masas, recomponiendo la hegemonía
del bloque en el poder y, finalmente, reestableciendo su unidadad en
tanto “clase-para-sí”, utilizando el sentido marxista del
término. Ello con un solo
objetivo: mantener y reforzar el llamado “consenso neoliberal”
que es, insistimos, condición del capitalismo chileno. Como
se ve, una conclusión semejante no es alcanzable en el marco de las
nociones que la propia “ciencia” política contemporánea impone.
Distinciones politicistas, a lo Bobbio, o funcionalistas a lo T.
Parsons, no nos sirven para llegar a conclusiones “marxistas”,
aunque solo sea aproximativamente. Menos aun vamos a conseguir algo
leyendo, entrelineas o literalmente, lo que la burguesía y los
sectores dominantes dicen de sí mismos: aun en el caso de que no
existiese ningún “centro de pensamiento” en el que se dilucide
una estrategia basada en la recomposición y reconstrucción del
consenso neoliberal, ya “inconscientemente” la burguesía actúa
de acuerdo a sus intereses de clase.
El
análisis de coyuntura debe dejar de basarse en los conceptos
mellados del liberalismo y la emulsión posmoderna, para, tomando lo
“bueno” que hay en el debate teórico-político contemporáneo,
volver a poner en el tapete el núcleo crítico del marxismo
revolucionario: el concepto de lucha de clases y su potencialidad
anticapitalista per se.
En todo caso, esta reflexión
debe dejar de ser tarea
exclusiva de los
intelectuales2,
convirtiéndose en patrimonio
del movimiento popular anti-neoliberal.
1 La
cuestión de las traducciones de El Capital no
ha dejado de ser un debate candente, pero en el actual estado de
cosas, bastante improductivo. En todo caso, para la presente nota,
hemos utilizado la edición de Siglo XXI, a cargo de Pedro Scaron.
2 Alejandro
Saavedra ha hecho un buen esfuerzo, pero apegado casi excesivamente
a la tradición sociológica y analítica del marxismo occidental,
por entender las clases sociales y la lucha de clases en su libro
“Un marco conceptual para el estudio de las clases sociales en
el Chile actual”, publicado
por el Grupo de Investigaciones Agrarias y la Universidad Austral,
2008
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