miércoles, 13 de noviembre de 2013

Benjamin y la conciencia socialdemócarta


"A diferencia de los anarquistas, los marxistas admiten la lucha por las reformas, es decir, por mejoras de la situación de los trabajadores que no lesionan el poder, dejándolo como estaba, en manos de la clase dominante. Pero, a la vez, los marxistas combaten con la mayor energía a los reformistas, los cuales circunscriben directa o indirectamente los anhelos y la actividad de la clase obrera a las reformas. El reformismo es una manera que la burguesía tiene de engañar a los obreros, que seguirán siendo esclavos asalariados, pese a algunas mejoras aisladas, mientras subsista el dominio del capital."
W. Lenin, Marxismo y revisionismo

La socialdemocracia no es, lisa y llanamente, una desviación política en los caminos que se entrelazan desde el punto originario del marxismo. Como señala Roberto Regalado, la socialdemocracia es el resultado de un problema teórico profundo, más que una desviación política. Para decirlo claramente, es la desviación teórica lo que origina el problema político y no viceversa. La socialdemocracia ha sido posible gracias a la suplantación del marxismo revolucionario por el evolucionismo, es decir, “la concepción de que el desarrollo económico, político y social de la sociedad capitalista la convertiría poco a poco en una sociedad democrática y redistributiva”[1]. Una expresión prístina de esta desviación es la política de “reforma social progresista”, que en términos estratégicos lo que plantea es la transformación de aspectos determinados del modelo, sin plantear el problema de la suplantación del sistema en su conjunto. Para decirlo en términos de Lukacs, es un tipo de concepción social del mundo que ha perdido el “punto de vista de la totalidad”.

Un aspecto crucial del pensamiento socialdemócrata es su absoluta pérdida de sensibilidad teórica frente al acontecimiento revolucionario. Si para una generación completa de comunistas y marxistas todo el influjo revolucionario debía confluir en un “momento” en el que la totalidad del modelo capitalista quedara puesta en entredicho, la conciencia socialdemócrata lo que finalmente hace es anular ese momento y reemplazarlo por una serie de fábulas sobre una “sociedad más justa” que vendrá tarde o temprano gracias a una acumulación de pequeños sucesos y conquistas parciales. Así, no hay acontecimiento revolucionario, sino una serie indeterminada e infinita de reformas. La socialdemocracia ha convertido la palabra revolución en un barómetro ético de su propia vergüenza. Así como el cristiano reza y se arrodilla frente a la figura imaginara de Dios para reproducir el rito que lo convierte en pecador día a día, la ideología socialdemócrata guarda con el momento revolucionario una relación similar; se arrodilla frente a las antiguas imágenes de las revoluciones liberales y comunistas, para, en el fondo, conjurar su reaparición. El cristiano que reza día a día no desea que Dios venga a juzgarlo: sería su fin. 

La conciencia socialdemócrata se parece mucho al señor Ye del que habla Mao Tse Tung en su texto sobre el movimiento campesino en Junán: Al señor Ye le encantaban los dragones; tenía su casa completamente ornamentada con todo lo que caracterizaba a los dragones, pero cuando un Dragón decidió visitarlo, el señor Ye echó a correr despavorido. Era que al Señor Ye no le gustaban los dragones, sino solamente lo que tuviera forma de dragón”, concluye Mao. La analogía maoísta es poderosa: ha logrado poner en juego la esencia del pensamiento reformista, el miedo al acontecimiento revolucionario. La transformación de la revolución en una imagen venerada, pero sin un correlato político y material, reducida a su mínimo utópico. 

Es preciso cuidarse de una interpretación idealista del problema de la revolución. Ser rigurosamente materialistas en la concepción del acontecimiento revolucionario no es solamente encender la chispa respecto a su necesidad y su posibilidad, no es ensalzar el caos o un momento de gloria que llegará a redimir a todos y todas. Tal sería la disposición de Walter Benjamin en torno al concepto de “instante mesiánico”: su crítica del progreso termina por convertir la revolución en un problema de instantes o de momentos mesiánicos, desechando también la potencia revolucionaria de la subversión del orden existente en el fragmento y la diseminación de los momentos “por donde se cuela el mesías”, que viene a redimir la podredumbre acumulada en años de miseria y explotación. Esta fuerza redentora de la revolución es también esperanzadora, pero insuficiente frente al reformismo. Es la idea marxista de la dictadura del proletariado la que verdaderamente impulsa la lucha encarnizada contra los hacedores de miles y miles de reformas. Un concepto que no se ha inaugurado solamente con la aparición del leninismo, por cierto. El concepto de “dictadura del proletariado” ha surgido en el joven Marx, pero es sólo en la famosa Crítica al programa de Gotha que ha alcanzado su mayor desarrollo teórico: Al calor de la lucha contra una de las primeras corrientes de la socialdemocracia europea en abrazar el parlamentarismo, el partido lasalleano. Se trata de un problema serio: ¿es la revolución una imagen ética que guía el accionar cotidiano de la izquierda, o una tarea política de primer orden?

Advirtámoslo claramente: la interpretación idealista de la revolución reduce esta a su rango de hito histórico, una especie de interrupción plena de la línea del tiempo. Sabemos que en realidad no es así. En Chile, el gobierno de la UP fue una auténtica revolución, aunque haya tenido importantes rasgos de continuidad respecto al desarrollismo imperante en la época. Y es que, más que imágenes coloridas sobre la toma del Palacio de Invierno, las revoluciones son procesos de desarrollo relativamente largos que, en términos simples, “ponen el mundo de cabeza” desplazando a las clases hegemónicas e inaugurando un nuevo bloque de desarrollo histórico. Las revoluciones “revolucionan” la densa capa de estructuras sociales, pulverizando las relaciones sociales anteriores y fundando una nueva época. Es propio de la conciencia socialdemócrata el transformar el acontecimiento revolucionario en una interrupción de todos los tiempos, en una especie de big bang total. De esta manera, la revolución queda reducida a imagen; la ultraizquierda y la socialdemocracia comparten esta traducción del proceso revolucionario en imagen. Practican, como diría Walter Benjamin, una estetización de la política, al convertir la toma del poder por parte de las clases subalternas en una “imagen” estética a la que venerar, reproducir incansablemente, pero no en un problema candente de la política actual, como diría Lenin. 

Se toca más la socialdemocracia y la ultraizquierda de lo que ellos piensan. Aunque son enemigos incansables en la madeja de batallas políticas habidas y por haber, ambas concepciones provienen de la conciencia idealista. Un idealismo economicista, basado en la idea de que el capitalismo sería algo así como una sustancia igual a sí misma (y no un modelo que se auto-reproduce y sale de las peores crisis de acumulación), y un idealismo voluntarista-estético, basado en la convicción de que mediante la voluntad de un puñado de decididos el caos podría derrotar al Capital y sus tentáculos. En realidad, el Capital sabe más de caos que cualquier anarquista. 

Benjamin ha explicado como nadie la naturaleza pos-moderna del concepto socialdemócrata de la revolución. La consumación de la conciencia reformista es la reducción de los procesos revolucionarios a cuestiones de información: es la política convertida en información. Tal es, por ejemplo, una de las formas contemporáneas de hacer “ciencia” política, transformándola en información inacabable, en administración de cientos de miles de datos por los que no pasa ningún acontecimiento serio, ninguna cosa por la que valga la pena dar la vida. Es la pérdida total de la experiencia en la vida humana; es lo que hace posible que a los lectores de un periódico les interese más la noticia de farándula o un incendio que una revuelta social ocurrida a unos cuantos kilómetros. Parte de la socialdemocracia convierte la imagen revolucionaria en mercancía, quizás con el fin de obnubilar lo verdaderamente potente que podría despertar la imagen: es el caso de las remeras del Che, de la banalización de la figura de Salvador Allende, etc. Por eso la socialdemocracia y el reformismo son la contraparte política al posmodernismo, como lógica cultural del capitalismo tardío, por eso simplemente, ser socialdemócrata es ser posmoderno, toda vez que la posmodernidad es la pérdida de sentido y la irrupción de la diseminación, la conversión de todo en información parcelada y descuajada. Benjamin ha expresado muchas veces, aunque de forma a veces sibilina, que el desastre, la ruina, la acumulación capitalista, el progresismo y la socialdemocracia comparten una misma lógica: la suma aritmética. Así, mientras el capitalismo sigue acumulando capital, la socialdemocracia seguirá siempre acumulando reformas, en un tire y afloja implacable y eterno que finalmente se transforma en una necesidad mutua: para abastecerse, el patrón de acumulación necesita una socialdemocracia que estabilice las consecuencias que deja, la ruina y la catástrofe, a través de políticas sociales, oportunidades y ofertones. Lo que ha terminado por hacer la socialdemocracia mundial, es fundar un nuevo tipo de mercancía social, cotizada y deseada por una masa inerme de consumidores: las pequeñas reformas “en beneficio de los más pobres”.


[1] Regalado, Roberto, Socialismo, socialdemocracia y comunismo, Ocean Sur, 2011

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