"A diferencia de los anarquistas, los marxistas admiten la lucha por las reformas, es decir, por mejoras de la situación de los trabajadores que no lesionan el poder, dejándolo como estaba, en manos de la clase dominante. Pero, a la vez, los marxistas combaten con la mayor energía a los reformistas, los cuales circunscriben directa o indirectamente los anhelos y la actividad de la clase obrera a las reformas. El reformismo es una manera que la burguesía tiene de engañar a los obreros, que seguirán siendo esclavos asalariados, pese a algunas mejoras aisladas, mientras subsista el dominio del capital."
W. Lenin, Marxismo y revisionismo
La socialdemocracia no es, lisa y llanamente, una desviación
política en los caminos que se entrelazan desde el punto originario del
marxismo. Como señala Roberto Regalado, la socialdemocracia es el resultado de
un problema teórico profundo, más que una desviación política. Para decirlo claramente,
es la desviación teórica lo que
origina el problema político y no
viceversa. La socialdemocracia ha sido posible gracias a la suplantación del
marxismo revolucionario por el evolucionismo, es decir, “la concepción de que
el desarrollo económico, político y social de la sociedad capitalista la
convertiría poco a poco en una sociedad democrática y redistributiva”[1].
Una expresión prístina de esta desviación es la política de “reforma social
progresista”, que en términos estratégicos lo que plantea es la transformación
de aspectos determinados del modelo,
sin plantear el problema de la suplantación del sistema en su conjunto. Para
decirlo en términos de Lukacs, es un tipo de concepción social del mundo que ha
perdido el “punto de vista de la totalidad”.
Un aspecto crucial del pensamiento socialdemócrata es su
absoluta pérdida de sensibilidad teórica frente al acontecimiento
revolucionario. Si para una generación completa de comunistas y marxistas todo
el influjo revolucionario debía confluir en un “momento” en el que la totalidad del modelo capitalista quedara
puesta en entredicho, la conciencia socialdemócrata lo que finalmente hace es
anular ese momento y reemplazarlo por una serie de fábulas sobre una “sociedad
más justa” que vendrá tarde o temprano gracias a una acumulación de pequeños
sucesos y conquistas parciales. Así, no hay acontecimiento revolucionario, sino
una serie indeterminada e infinita de reformas. La socialdemocracia ha
convertido la palabra revolución en un barómetro ético de su propia vergüenza.
Así como el cristiano reza y se arrodilla frente a la figura imaginara de Dios
para reproducir el rito que lo convierte en pecador día a día, la ideología
socialdemócrata guarda con el momento revolucionario una relación similar; se
arrodilla frente a las antiguas imágenes de las revoluciones liberales y
comunistas, para, en el fondo, conjurar su reaparición. El cristiano que reza
día a día no desea que Dios venga a juzgarlo: sería su fin.
La conciencia socialdemócrata se parece mucho al señor Ye del
que habla Mao Tse Tung en su texto sobre el movimiento campesino en Junán: Al
señor Ye le encantaban los dragones; tenía su casa completamente ornamentada
con todo lo que caracterizaba a los dragones, pero cuando un Dragón decidió
visitarlo, el señor Ye echó a correr despavorido. “Era que al
Señor Ye no le gustaban los dragones, sino solamente lo que tuviera forma de
dragón”, concluye Mao. La analogía maoísta es poderosa: ha logrado poner en
juego la esencia del pensamiento reformista, el miedo al acontecimiento revolucionario. La transformación de la
revolución en una imagen venerada, pero sin un correlato político y material,
reducida a su mínimo utópico.
Es preciso cuidarse de una
interpretación idealista del problema de la revolución. Ser rigurosamente
materialistas en la concepción del acontecimiento revolucionario no es
solamente encender la chispa respecto a su necesidad y su posibilidad, no es
ensalzar el caos o un momento de gloria que llegará a redimir a todos y todas.
Tal sería la disposición de Walter Benjamin en torno al concepto de “instante
mesiánico”: su crítica del progreso termina por convertir la revolución en un
problema de instantes o de momentos mesiánicos, desechando también la potencia
revolucionaria de la subversión del orden existente en el fragmento y la
diseminación de los momentos “por donde se cuela el mesías”, que viene a
redimir la podredumbre acumulada en años de miseria y explotación. Esta fuerza
redentora de la revolución es también esperanzadora, pero insuficiente frente
al reformismo. Es la idea marxista de la dictadura
del proletariado la que verdaderamente impulsa la lucha encarnizada contra
los hacedores de miles y miles de reformas. Un concepto que no se ha inaugurado
solamente con la aparición del leninismo, por cierto. El concepto de “dictadura
del proletariado” ha surgido en el joven Marx, pero es sólo en la famosa Crítica al programa de Gotha que ha
alcanzado su mayor desarrollo teórico: Al calor de la lucha contra una de las
primeras corrientes de la socialdemocracia europea en abrazar el
parlamentarismo, el partido lasalleano. Se trata de un problema serio: ¿es la
revolución una imagen ética que guía el accionar cotidiano de la izquierda, o
una tarea política de primer orden?
Advirtámoslo claramente: la
interpretación idealista de la revolución reduce esta a su rango de hito histórico, una especie de
interrupción plena de la línea del tiempo. Sabemos que en realidad no es así.
En Chile, el gobierno de la UP fue una auténtica revolución, aunque haya tenido
importantes rasgos de continuidad respecto al desarrollismo imperante en la
época. Y es que, más que imágenes coloridas sobre la toma del Palacio de
Invierno, las revoluciones son procesos
de desarrollo relativamente largos que, en términos simples, “ponen el mundo de
cabeza” desplazando a las clases hegemónicas e inaugurando un nuevo bloque de
desarrollo histórico. Las revoluciones “revolucionan” la densa capa de
estructuras sociales, pulverizando las relaciones sociales anteriores y
fundando una nueva época. Es propio de la conciencia socialdemócrata el
transformar el acontecimiento revolucionario en una interrupción de todos los
tiempos, en una especie de big bang total. De esta manera, la revolución queda
reducida a imagen; la ultraizquierda y la socialdemocracia comparten esta
traducción del proceso revolucionario
en imagen. Practican, como diría Walter Benjamin, una estetización de la política, al convertir la toma del poder por
parte de las clases subalternas en una “imagen” estética a la que venerar,
reproducir incansablemente, pero no en un problema
candente de la política actual, como diría Lenin.
Se toca más la socialdemocracia y
la ultraizquierda de lo que ellos piensan. Aunque son enemigos incansables en
la madeja de batallas políticas habidas y por haber, ambas concepciones
provienen de la conciencia idealista. Un idealismo economicista, basado en la
idea de que el capitalismo sería algo así como una sustancia igual a sí misma
(y no un modelo que se auto-reproduce y sale de las peores crisis de
acumulación), y un idealismo voluntarista-estético, basado en la convicción de
que mediante la voluntad de un puñado de decididos el caos podría derrotar al
Capital y sus tentáculos. En realidad, el Capital sabe más de caos que
cualquier anarquista.
Benjamin ha explicado como nadie la
naturaleza pos-moderna del concepto socialdemócrata de la revolución. La consumación de
la conciencia reformista es la reducción de los procesos revolucionarios a
cuestiones de información: es la política convertida en información. Tal es,
por ejemplo, una de las formas contemporáneas de hacer “ciencia” política,
transformándola en información inacabable, en administración de cientos de
miles de datos por los que no pasa ningún acontecimiento serio, ninguna cosa por la que valga la pena dar la vida. Es
la pérdida total de la experiencia en la vida humana; es lo que hace posible
que a los lectores de un periódico les interese más la noticia de farándula o
un incendio que una revuelta social ocurrida a unos cuantos kilómetros. Parte
de la socialdemocracia convierte la imagen revolucionaria en mercancía, quizás
con el fin de obnubilar lo verdaderamente potente que podría despertar la
imagen: es el caso de las remeras del Che, de la banalización de la figura de
Salvador Allende, etc. Por eso la socialdemocracia y el reformismo son la
contraparte política al posmodernismo, como lógica
cultural del capitalismo tardío, por eso simplemente, ser socialdemócrata es ser posmoderno, toda vez que la
posmodernidad es la pérdida de sentido y la irrupción de la diseminación, la
conversión de todo en información parcelada y descuajada. Benjamin ha expresado
muchas veces, aunque de forma a veces sibilina, que el desastre, la ruina, la
acumulación capitalista, el progresismo y la socialdemocracia comparten una
misma lógica: la suma aritmética. Así, mientras el capitalismo sigue acumulando
capital, la socialdemocracia seguirá siempre acumulando reformas, en un tire y
afloja implacable y eterno que finalmente se transforma en una necesidad mutua:
para abastecerse, el patrón de acumulación necesita una socialdemocracia que
estabilice las consecuencias que deja, la ruina y la catástrofe, a través de políticas
sociales, oportunidades y ofertones. Lo que ha terminado por hacer la
socialdemocracia mundial, es fundar un nuevo tipo de mercancía social, cotizada
y deseada por una masa inerme de consumidores: las pequeñas reformas “en
beneficio de los más pobres”.
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