Los cambios que
experimenta América Latina demuestran dos cosas, básicamente. En
primer lugar, que las sociedades, tal como pensaba Karl Marx, no se
proponen tareas "que no puedan cumplir" en el marco de sus
propias condiciones nacionales. Efectivamente, una sociedad genera
transformaciones en el marco de sus propias "condiciones
estructurales", o para decirlo de forma más fácil, en el
contexto de sus instituciones políticas, su propio "sentido
común" o ideología, y evidentemente de su estructura social de
clase. Si la estructura social predominantemente campesina de Bolivia
hubiese dado a luz una revolución ciudadana urbana, modernizadora y
occidental, probablemente se hubiera enfrentado al fracaso en una
sociedad indígena, cuya máxima expresión ideológica es el
indianismo, "filosofía cósmica", como diría Fausto
Reinaga, quien transitó desde el marxismo hacia el indigenismo
radical en Bolivia. En segundo lugar, esta serie de procesos han
demostrado la viabilidad de la estrategia electoral, y el fin de la
llamada “estrategia guerrillera” de instauración de focos
militares en disputa con los aparatos de defensa del estado.
Si observamos el siempre
difícil “caso chileno”, nos queda claro que la vía al
socialismo que emprendió el Frente Popular en los años 30’, y que
culminó en el triunfo de la Unidad Popular en 1970, fue
absolutamente indicativo respecto de la coyuntura actual en América
Latina: fue el primer proceso revolucionario electoral triunfante
después de la República de Weimar que se proponía cumplir
verdaderamente un programa de transición al socialismo en el marco
de la estructura estatal burguesa. Es central considerar que parte
importante de las fuerzas que componían ese proyecto tuvieron un
viraje radical hacia la derecha en el curso de los años 80’ y 90’,
llegando a convertirse en un subproducto ideológico del
neoliberalismo. Las fuerzas políticas que se mantuvieron al margen
de esa reinvención neoliberal de la izquierda chilena –
fundamentalmente el Partido Comunista, sufrieron el peso de la
marginación política y una suerte de existencia “supervivencial”
durante 15 años. El estigma de la lucha armada, la caída del muro y
los socialismos reales, y también la apología de la “transición”
como sinónimo de “reconciliación nacional” fueron, a rasgos
generales, los “puntos de descanso” de la ideología dominante y
el anticomunismo estándar que la Concertación fortaleció
intencionalmente. Hoy día, con la irrupción de los movimientos
sociales, esas viejas fuerzas políticas, aleccionadas por el
agotamiento ciudadano, han debido adornar su discurso público
integrando elementos emanados de las luchas sociales, como
recuperando en la deformidad y la agonía “algo” de la unidad
popular de los años 70'.
Un factor que se suma a
esta nueva vuelta de tuerca en la configuración discursiva y
programática del “centro político” es el llamado desprestigio
de la política. Desprestigio o más bien, agotamiento de la
institucionalidad política (neoliberal) desprovista de todo sentido
trágico, de toda “pasión” - lo que vivimos, como diría Zizek,
es una suerte de política descafeinada; desprovista de su esencia
que es lo trágico e incluso, lo catastrófico. Es
el movimiento
por la educación el que ha recuperado la dimensión trágica de lo
político como tal. Seamos más claros aun: la política chilena está
absorbida y consumida en el aburrimiento de lo siempre igual, de la
‘rutina electoral’ y la lucha ilusoria de dos fuerzas (derecha y
concertación) que en el fondo tienen la misma opinión estructural
sobre el modelo. Es la irrupción de una fuerza social sin correlato
electoral directo, el movimiento social y político por la educación,
lo que genera una verdadera crisis de subjetividad en la ciudadanía,
que ha entendido que una política sin dimensión trágica, sin
“acontecimiento revolucionario” – en términos del filósofo
francés Alain Badiou, es absolutamente inútil, o a lo sumo un
sistema de administración de la rutina que genera dividendos
económicos a un conjunto de sujetos que pugnan por ocupar los mismos
cargos.
Esta
recuperación de la dimensión trágica, o en términos más claros
para la teoría marxista clásica, este develamiento de las
contradicciones sociales inherentes al capitalismo en el llamado
“movimiento por la educación” – un movimiento transversal y
a-gremial, es lo que de verdad tiene consecuencias en el panorama
político nacional. La izquierda debe partir por sacar lecciones de
esta coyuntura y no obviar el “movimiento social” ni relegarlo a
la suma pseudo-científica de una “demostración de fuerzas”, ni
caer en la trampa de escindir la comprensión de la coyuntura
política en un “movimiento social” separado de “lo político”:
el movimiento social, como dice Marx hacia el final de Miseria
de la filosofía,
siempre ha sido al mismo tiempo político.
Finalmente es esta imposibilidad de separar lo político de lo social
lo que nos posibilita dar la batalla electoral imponiendo una
sintonía con el movimiento político social, ciudadano, que generó
la crisis más grande del neoliberalismo chileno en los últimos 20
años. Cuando esa fuerza ‘ciudadana’ y ese movimiento
popular irrumpen develando la “verdadera cara” del aparato
estatal burgués y sus dispositivos de entrenamiento ideológico y
laboral, y poniendo en crisis el modelo de reproducción neoliberal
en Chile, lo que se le exige a la izquierda, como referente electoral
y como elemento catalizador y de conducción de masas, es justamente
que sea capaz de traducir esta fuerza política en un movimiento
electoral capaz de convertir el proceso en una revolución social.
No es tan simple
entender, desde una perspectiva marxista, la importancia de la lucha
electoral, y más aun, el carácter revolucionario de lo electoral en
determinadas condiciones. Es una investigación todavía pendiente
para el pensamiento comunista, el entender cómo lo electoral se
conecta efectivamente con lo político-social, o con las “tareas
revolucionarias del presente”. Lo que está claro, es que esta
conexión es la de una toma o asalto al poder. Disgregar nuestra
comprensión del poder político a una multiplicidad de elementos sin
una interconexión clara puede significar sacrificar el pensamiento
leninista a la emulsión posmoderna. Por el contrario, como quería
Nikos Poulantzas, lo clave para nosotros, para la izquierda, es
comprender el modo en que el Estado, como fenómeno social y
político, se vincula con “el conjunto de las luchas”. En ese
contexto, y teniendo en cuenta que el pensamiento revolucionario es
aquel que piensa la forma en que el acontecimiento
revolucionario (la toma del poder de Estado por parte de las clases
subalternas) puede ser precipitado y producido, lo que corresponde
hoy a la izquierda chilena, en particular, es articular de un modo
serio y coherente un bloque social con vocación de poder que lleve
al movimiento político-social transformador que irrumpió
definitivamente el 2011 al parlamento. Si no somos capaces de
transformar el parlamento en una “hoguera” antineoliberal
haciendo irrumpir en él por primera vez en muchos años, a actores
provenientes del movimiento popular hoy en boga, entonces nuestra
práctica política se apartará de los objetivos estratégicos de la
lucha por el socialismo y la revolución democrática antineoliberal
en Chile.
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