domingo, 14 de abril de 2013

Caminos de la izquierda


Los cambios que experimenta América Latina demuestran dos cosas, básicamente. En primer lugar, que las sociedades, tal como pensaba Karl Marx, no se proponen tareas "que no puedan cumplir" en el marco de sus propias condiciones nacionales. Efectivamente, una sociedad genera transformaciones en el marco de sus propias "condiciones estructurales", o para decirlo de forma más fácil, en el contexto de sus instituciones políticas, su propio "sentido común" o ideología, y evidentemente de su estructura social de clase. Si la estructura social predominantemente campesina de Bolivia hubiese dado a luz una revolución ciudadana urbana, modernizadora y occidental, probablemente se hubiera enfrentado al fracaso en una sociedad indígena, cuya máxima expresión ideológica es el indianismo, "filosofía cósmica", como diría Fausto Reinaga, quien transitó desde el marxismo hacia el indigenismo radical en Bolivia. En segundo lugar, esta serie de procesos han demostrado la viabilidad de la estrategia electoral, y el fin de la llamada “estrategia guerrillera”  de instauración de focos militares en disputa con los aparatos de defensa del estado.

Si observamos el siempre difícil “caso chileno”, nos queda claro que la vía al socialismo que emprendió el Frente Popular en los años 30’, y que culminó en el triunfo de la Unidad Popular en 1970, fue absolutamente indicativo respecto de la coyuntura actual en América Latina: fue el primer proceso revolucionario electoral triunfante después de la República de Weimar que se proponía cumplir verdaderamente un programa de transición al socialismo en el marco de la estructura estatal burguesa. Es central considerar que parte importante de las fuerzas que componían ese proyecto tuvieron un viraje radical hacia la derecha en el curso de los años 80’ y 90’, llegando a convertirse en un subproducto ideológico del neoliberalismo. Las fuerzas políticas que se mantuvieron al margen de esa reinvención neoliberal de la izquierda chilena – fundamentalmente el Partido Comunista, sufrieron el peso de la marginación política y una suerte de existencia “supervivencial” durante 15 años. El estigma de la lucha armada, la caída del muro y los socialismos reales, y también la apología de la “transición” como sinónimo de “reconciliación nacional” fueron, a rasgos generales, los “puntos de descanso” de la ideología dominante y el anticomunismo estándar que la Concertación fortaleció intencionalmente. Hoy día, con la irrupción de los movimientos sociales, esas viejas fuerzas políticas, aleccionadas por el agotamiento ciudadano, han debido adornar su discurso público integrando elementos emanados de las luchas sociales, como recuperando en la deformidad y la agonía “algo” de la unidad popular de los años 70'.

Un factor que se suma a esta nueva vuelta de tuerca en la configuración discursiva y programática del “centro político” es el llamado desprestigio de la política. Desprestigio o más bien, agotamiento de la institucionalidad política (neoliberal) desprovista de todo sentido trágico, de toda “pasión” - lo que vivimos, como diría Zizek, es una suerte de política descafeinada; desprovista de su esencia que es lo trágico e incluso, lo catastrófico. Es el movimiento por la educación el que ha recuperado la dimensión trágica de lo político como tal. Seamos más claros aun: la política chilena está absorbida y consumida en el aburrimiento de lo siempre igual, de la ‘rutina electoral’ y la lucha ilusoria de dos fuerzas (derecha y concertación) que en el fondo tienen la misma opinión estructural sobre el modelo. Es la irrupción de una fuerza social sin correlato electoral directo, el movimiento social y político por la educación, lo que genera una verdadera crisis de subjetividad en la ciudadanía, que ha entendido que una política sin dimensión trágica, sin “acontecimiento revolucionario” – en términos del filósofo francés Alain Badiou, es absolutamente inútil, o a lo sumo un sistema de administración de la rutina que genera dividendos económicos a un conjunto de sujetos que pugnan por ocupar los mismos cargos.

Esta recuperación de la dimensión trágica, o en términos más claros para la teoría marxista clásica, este develamiento de las contradicciones sociales inherentes al capitalismo en el llamado “movimiento por la educación” – un movimiento transversal y a-gremial, es lo que de verdad tiene consecuencias en el panorama político nacional. La izquierda debe partir por sacar lecciones de esta coyuntura y no obviar el “movimiento social” ni relegarlo a la suma pseudo-científica de una “demostración de fuerzas”, ni caer en la trampa de escindir la comprensión de la coyuntura política en un “movimiento social” separado de “lo político”: el movimiento social, como dice Marx hacia el final de Miseria de la filosofía, siempre ha sido al mismo tiempo político. Finalmente es esta imposibilidad de separar lo político de lo social lo que nos posibilita dar la batalla electoral imponiendo una sintonía con el movimiento político social, ciudadano, que generó la crisis más grande del neoliberalismo chileno en los últimos 20 años. Cuando esa fuerza ‘ciudadana’ y ese movimiento popular irrumpen develando la “verdadera cara” del aparato estatal burgués y sus dispositivos de entrenamiento ideológico y laboral, y poniendo en crisis el modelo de reproducción neoliberal en Chile, lo que se le exige a la izquierda, como referente electoral y como elemento catalizador y de conducción de masas, es justamente que sea capaz de traducir esta fuerza política en un movimiento electoral capaz de convertir el proceso en una revolución social.

No es tan simple entender, desde una perspectiva marxista, la importancia de la lucha electoral, y más aun, el carácter revolucionario de lo electoral en determinadas condiciones. Es una investigación todavía pendiente para el pensamiento comunista, el entender cómo lo electoral se conecta efectivamente con lo político-social, o con las “tareas revolucionarias del presente”. Lo que está claro, es que esta conexión es la de una toma o asalto al poder. Disgregar nuestra comprensión del poder político a una multiplicidad de elementos sin una interconexión clara puede significar sacrificar el pensamiento leninista a la emulsión posmoderna. Por el contrario, como quería Nikos Poulantzas, lo clave para nosotros, para la izquierda, es comprender el modo en que el Estado, como fenómeno social y político, se vincula con “el conjunto de las luchas”. En ese contexto, y teniendo en cuenta que el pensamiento revolucionario es aquel que piensa la forma en que el acontecimiento revolucionario (la toma del poder de Estado por parte de las clases subalternas) puede ser precipitado y producido, lo que corresponde hoy a la izquierda chilena, en particular, es articular de un modo serio y coherente un bloque social con vocación de poder que lleve al movimiento político-social transformador que irrumpió definitivamente el 2011 al parlamento. Si no somos capaces de transformar el parlamento en una “hoguera” antineoliberal haciendo irrumpir en él por primera vez en muchos años, a actores provenientes del movimiento popular hoy en boga, entonces nuestra práctica política se apartará de los objetivos estratégicos de la lucha por el socialismo y la revolución democrática antineoliberal en Chile.  

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